DESDE "SUS MICRÓFONOS Y SUS TRIBUNAS"
Basagoiti: "Hay gentes en Madrid que se atreven a insultar sentados en cómodos sillones"
Me comentaba hace tiempo Gotzone Mora su asombro al ver cómo políticos de su partido con unas ideas consecuentemente antiterroristas y antirrecogenueces, pasaban de la noche a la mañana a sostener las posiciones opuestas, siguiendo como robots las nuevas consignas zapotescas de colaboración con los asesinos.
Exactamente lo mismo estamos viendo en el PP con gente como Basagoiti, que se atreve a aderezar su abyecta traición con el prestigio ganado por quienes rehúsan traicionar.
El apego a los cargos y la afición inmoderada al poder convierte a los hombres (y mujeres) en miserables peleles o en golfos descarados. Generalmente para su propio mal, lo que sería insignificante si, de paso, no trajeran tantos males a la sociedad.
De dónde saldrán estos politicastros.
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Esta semana, en Época:
SANTIAGO CARRILLO
Últimamente vuelve Carrillo a los medios, siempre entre el oficioso respeto de sus anfitriones. Y lo merece, por su historial.
Muy joven, Carrillo participó en la dirección del golpe de 1934, concebido textualmente como guerra civil con propósito, también textual, de sustituir la república por la dictadura del proletariado, es decir, del PSOE. De los jefes socialistas, solo Besteiro denunció el propuesto baño de sangre y el "envenenamiento de los obreros" por la propaganda partidista. Pero a Carrillo estas cosas, plenamente documentadas por mí (y no solo por mí) en Los orígenes de la guerra civil, se le han ido de la memoria y nos cuenta un levantamiento "antifascista"... contra la moderadísima CEDA.
La derrota no le cambió, al contrario. Considerando a los stalinistas más resueltos y diestros en la labor de derrocar la democracia burguesa e implantar el comunismo, gastó a su jefe Largo Caballero la broma pesada de arrebatarle las juventudes y traspasarlas al PCE, el partido de Stalin en España. Mientras, desde febrero del 36, el país sufrió el doble proceso, revolucionario desde la calle y destructor de la legalidad desde el gobierno, que llevaría a la derecha a sublevarse. Contra el ilegítimo y revolucionario Frente Popular.
Reanudada la guerra civil, a Carrillo no se le conocen hazañas en el frente, pero sí en la retaguardia. A cargo de la represión interior de Madrid durante la batalla de noviembre del 36, destacó como el mayor chekista de la guerra con las matanzas de Paracuellos, también las mayores de la contienda. Aquí vuelve a fallarle la memoria, pero hoy, conocidos los testimonios de F. Schlayer y muchos otros, caben pocas dudas al respecto.
Un rasgo del stalinismo fue la paranoia que llevó a Stalin a matar a más comunistas que cualquier régimen fascista, no digamos democrático. También en esa labor haría méritos Carrillo. Perdida la guerra por el Frente Popular, huyó al exilio mientras en España otros comunistas, Quiñones el más célebre, intentaron reconstruir el PCE en condiciones durísimas. Al grupo exiliado eso no le pareció muy bien, pues trataba de controlar rígidamente a los comunistas del interior, y Quiñones creía que el exilio les había hecho perder la perspectiva. Luego Quiñones fue detenido por la policía, lisiado en los interrogatorios y fusilado... mientras Carrillo y otros jefes, cómodamente instalados en América, le declaraban traidor. Muchos años después, Carrillo seguirá maltratando en sus Memorias el honor de Quiñones. Curiosa psicología y rencores.
Más tarde vino el maquis, intento de reanudar la guerra civil pensando ganarla esta vez, dadas las excelentes condiciones internacionales. Carrillo, dirigiendo desde fuera, aprovechó para librarse de camaradas poco afectos, con provocaciones o asesinatos al cruzar la frontera, según expone E. Líster. Volvió a exhibir sus habilidades al eliminar a rivales como Claudín, acusándolos de desviaciones ideológicas para, a continuación, imitarlas. Recuérdese que la táctica staliniana invocó siempre las libertades, a fin de disimular su objetivo real y atraerse al mayor número de "tontos útiles" o "compañeros de viaje", así llamados en su jerga. El llamado eurocomunismo solo sería una variación sobre el viejo tema.
Ante la transición, Carrillo tenía el partido más organizado, pero todo el mundo, desde la extrema derecha y los sindicatos alemanes a la propia UCD, trataba de levantar un PSOE como principal fuerza de izquierda. Peor aún, el franquismo final especulaba con legalizar al PSOE y no al PCE, y Felipe González no hacía muchos ascos a la idea. Ello forzó a Carrillo a renuncias dolorosas, y ese fue su mayor mérito en la transición al régimen actual.
Contrástese, en fin, la diferencia de trato a Carrillo, el honoris causa, y a Jiménez Losantos, verdadero héroe de la democracia. Así entendemos mejor donde estamos.
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En Años de hierro:
En parte como sanción por la poca disciplina, la División Azul había sido destinada al norte en lugar de a Moscú, pero la sanción redundaría en ventaja, pues resultó un frente bastante estabilizado, con alojamientos y avituallamiento aceptables. Eludirían así las marchas agotadoras de los demás frentes. Escribía un soldado destinado a Ucrania: "Lenta, pero ininterrumpidamente, la gran aventura se aproximaba a través de la llanura. El sol quemaba. El sudor y el polvo embadurnaban las caras, y la marcha y la carretera parecían no tener fin (...) Los pies se hinchaban y dolían y se hacía cada vez más penosa hasta la parada. Cada noche se convirtió en una liberación". Esto podía describir la pasada marcha de la división 250. Pero con el otoño "Empezó a llover a cántaros. Resbalábamos sobre la hierba y el barro (...). Con las carreteras intransitables, seguimos marchando de pueblo en pueblo (...) El enemigo aún estaba lejos, pero la marcha se nos hacía suficientemente amarga. (...) Nuestros cañones y carros de municiones se atascaban en el barrizal, los caballos se derrumbaban y apenas conseguían llevar cargas ligeras. El avituallamiento se cortó y ya no recibíamos provisiones. Los caballos caían uno tras otro, morían reventados o tenían que ser sacrificados de un disparo. Los sustituimos por caballos rusos, más resistentes (...) también ellos morían de hambre: enflaquecieron, se debilitaron, sus huesos sobresalían de la piel pelada y descuidada. Nuestras mantas y capotes se humedecieron y se pusieron rígidos, con grumos de barro mezclados en la tela, y ya no podíamos sacarnos las botas mojadas de los pies, hinchados e inflamados. Aparecieron supuraciones en la piel debido a la suciedad y los piojos. Pero nosotros marchábamos, tropezando, tambaleándonos, sacando los carros del fango, y seguimos caminando mecánicamente bajos los aguaceros, la nieve mojada y las pasajeras heladas nocturnas".
Todo empeoró pronto: "Nos moríamos de hambre". Y causaban el hambre a su paso: "Cogíamos a las mujeres y los niños el último pedazo de pan, nos hacíamos preparar pollos y gansos, nos llevábamos sus escasas reservas de mantequilla y manteca (...) y las lágrimas, las súplicas y las maldiciones no nos afectaban. Éramos los vencedores, la guerra disculpaba todo, promovía la crueldad, y el instinto de conservación no consultaba a la conciencia". "No pensábamos en la hambruna que vendría tras nuestro paso". "Llegó muy poca ropa de invierno, solo mantas y pasamontañas, y algunos guantes. (...) Hacíamos guardia en el suelo nevado bajo una intensa helada, y a algunos se les helaron los pies". "Un soldado no había podido encontrar ya botas de fieltro rusas, que protegían magníficamente del frío, y hasta el día siguiente no dio con un muerto del Ejército Rojo congelado. Tiró de las botas inútilmente. Cogió un hacha y le cortó al cadáver las dos piernas. Volaron fragmentos de carne. Se puso los muñones bajo el brazo y los colocó, junto a nuestra comida, en la estufa. Cuando las patatas empezaron a hervir, las piernas se habían descongelado y el soldado se calzó las botas de fieltro ensangrentadas. Los restos junto a la comida nos importaban tan poco como que alguien se vendara las congelaciones o matara los piojos mientras comíamos".
A finales de noviembre, el choque con el enemigo: "Caímos ya en el fuego de un tren blindado y enterramos la cabeza en la nieve. Una oración gritó en nuestro interior que nos mantuviéramos firmes. No rezábamos por nuestras vidas, solo queríamos valor, solo esa valentía que nos hiciera conservar el orgullo y la fuerza (...). La cobardía era peor que la muerte, y también yo, el hombre de paz, despreciaba a aquel que temblaba por su vida y quería eludir el destino. Yo amaba la prueba y el peligro. Ahí residía el último sentido de esta época". El frente añadiría otros tormentos: "Imperaba solo el puro y simple instinto de conservación. Solo él permitía soportar lo más duro de la helada y de las marchas, y aguantar las noches en vela. Nunca había sentido y afirmado con tanta intensidad como entonces la pura voluntad de vivir". Enfermo, volvió a retaguardia a reponerse, y "nos despiojaron y bañaron, nos dieron ropa limpia y de pronto nos vimos tendidos en camas blancas; ya no teníamos que pasar frío ni hambre ni hacer guardia, podíamos dormir (...) Creíamos que todavía había solo nieve y hielo en la tierra, y en un miedo súbito a todo lo hermoso y bueno, nos asaltó la nostalgia. Añorábamos Rusia, el blanco infierno invernal, las privaciones, el peligro mortal"; "Despreciábamos a quienes habían quedado en la patria y no experimentaban como nosotros la muerte, el combate y el peligro, a los que se ahorraban lo peor, lo que nos hacía la vida tan valiosa y a menudo tan espantosa". Escribirá a un amigo: "Estoy orgulloso de esta vida peligrosa y de lo que he soportado".
El relato refleja las contradicciones de una situación extrema. Su autor, Willi Peter Reese, un joven de veinte años en 1941, moriría en el frente en 1944, y parte de sus diarios se publicó en 2003 con el título Un extraño para mí mismo. Era empleado de banca, algo mujeriego, con afición a la poesía y la música, y vocación de escritor. En la paz, "a menudo a medianoche seguía sentado con mis amigos charlando sobre Dios y el espíritu, la poesía, la música o el amor. (...) Buscábamos, con toda la seriedad y la pasión de la juventud, nuestro camino". No era un soldado típico, pero ello no merma el interés de sus escritos, pese a una cierta sobrecarga literaria: "Nada más ajeno a mí que el oficio de las armas y un día también luchar por una concepción del mundo que odiaba, en una guerra que nunca había querido y contra personas que no eran mis enemigos". No obstante, en el campamento, en Alemania, "Encendimos una hoguera y nos sentamos sobre muros desmoronados, hiedra, ramas rotas, maleza y vid silvestre. Vaciamos un barrilito de cerveza, fumamos y cantamos canciones de la vida del soldado, el amor, la partida a la guerra y la muerte, llenos de esa jovialidad melancólica y hermosa que yo había sentido escuchando la sinfonía militar de Haydn. Las llamas bailaban, las estrellas brillaban, las sombras nos acogían, el aroma de los bosques (...) ascendía hasta nosotros, el viento de la noche rompía contra la roca y los arbustos, y la luna recorría la romántica noche. El grito de la lechuza resonó (...). Estábamos sentados juntos como en una pausa de un largo viaje. (...) Sentí el espíritu del soldado que, con el alma bien dispuesta, capta lo hermoso entre fatigas y dolores".