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Presente y pasado

Juanito Valderrama

Recuerdo ahora mismo tres momentos en que oír una canción por radio cambió por completo mi estado de ánimo. Una fue Milord, en la prisión de Caranza, de Ferrol. Nos levantábamos los presos para ir a desayunar, y alguien encendió una radio de la que salía la canción de Edith Piaf. Llevaba muchos años sin oírla –bueno, muchos... tenía entonces veinticuatro– y me produjo una duradera sensación de plácida euforia, algo así.

Años después, cuando yo intentaba, infructuosa y frustrantemente, "reconstruir el partido del proletariado" tras haber sido expulsado del PCE(r)-Grapo, estaba una mañana esperando sin mucha esperanza y un tanto aburrido a unos camaradas en un bar, no recuerdo su nombre, de la plaza de Chueca, que medio cierra el lugar en dirección a Augusto Figueroa, cuando saltó por el hilo musical "No me llames Dolores, llámame Lolaaa...", y su alegre tonada me produjo un inexplicable optimismo.

Hará diez años, mientras me preparaba en casa para salir a pegar por la Complutense anuncios de un curso que daba, los compases iniciales de una canción completamente olvidada me dejaron parado: "Aaaaay, mi maare... Maaaaare hermoosa, vieja de pena por dentro, por fuera como una roosa....Con los ojitos de novia, y la caraaaaaaaaaa de azucena..." Me sentí trasladado casi violentamente a la infancia, a domingos por la tarde algo tediosos, cuando salía a la calle a buscar amigos con quienes jugar, y de las ventanas abiertas salía Mi mare. Y tantas otras, Me debes un beso, Tatuaje..., que identifico también con los domingos, con el puerto o las subidas desde el puerto de Vigo. No tenía idea de los nombres de los cantantes, simplemente oía las canciones y ellas formaban parte de la existencia de entonces.

Hace unos días compré en el Corte Inglés, por dos euros y medio, un cedé de Juanito Valderrama. "Vaya, dijo la dependienta, hace unos días estaba a diecisiete euros". En él, varias canciones tan asociadas con mi infancia, El emigrante, Su primera comunión, Como una hermana... Según en qué momento, uno puede emocionarse mucho, y ya no con aquella sensación de euforia de antaño. ¿Por qué? A cierta edad se vuelve muy aguda la percepción del paso indominable del tiempo, de lo que no tiene vuelta atrás, de las sensaciones intransferibles, que de todas formas tampoco interesan a casi nadie –cada cual tiene las suyas– destinadas a enterrarse con cada cual.

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