Tanto Hitler como Stalin tuvieron una incidencia del mayor relieve en la guerra civil española. Ambos representaban poderes totalitarios y terroristas, pero por entonces el nacional socialismo todavía no había practicado los crímenes masivos que le distinguirían más tarde, mientras que los rojos soviéticos acumulaban ya montañas de cadáveres. Es decir, el Hitler que apoyó a Franco no era aún el genocida, aunque apuntaba maneras, mientras que el Stalin que respaldó al Frente Popular había demostrado ya, muy sobradamente, su carácter de asesino en masa. La diferencia tiene el máximo valor moral y político, aunque la olviden sistemáticamente los historiadores a la lisenka.
No quedan ahí las diferencias. Stalin satelizó al Frente Popular. Gracias al oro enviado a Moscú, se hizo el amo del suministro de armas y con ello del destino de sus protegidos, a quienes dominó también por otros medios. Sus asesores militares tuvieron una influencia desmedida, imponiendo algunas operaciones y frustrando otras (como la ofensiva por Extremadura), contribuyendo a la maniobra política que acabó con Largo Caballero. Lo mismo cabe decir de la policía política rusa, que no solo operaba en España con sus propios centros de detención secretos y al margen del gobierno reolucionario, sino que dirigió y modeló la constitución del SIM, la policía política de Negrín y Prieto, conocida por su carácter terrorista.
Jamás llegó a tanto, ni muy de lejos, la influencia de los alemanes e italianos y Franco mantuvo en todo momento su independencia, hasta el punto de declarar, en la crisis de Munich de 1938, su neutralidad en caso de guerra europea, para frustración de Roma y Berlín.
Suelen afirmar los lisenkos que la ayuda hitleriana tuvo carácter decisivo, pues permitió a los nacionales pasar el ejército de África a la península, el hecho que convirtió en guerra civil el frustrado golpe militar de Mola. También aquí yerran, como he mostrado en Los mitos de la guerra civil. El puente aéreo sobre el Estrecho, primero de la historia, fue planeado y comenzado con aviones españoles. Y para cuando intervinieron en número suficiente los aviones alemanes e italianos, ya había alcanzado sus principales objetivos estratégicos al estabilizar a Queipo de Llano en Andalucía, pasar municiones a un Mola desesperadamente falto de ellas y acercarse a la unión de las dos zonas nacionales por Extremadura.
La intervención soviética sí tuvo alcance decisivo en la batalla de Madrid, de noviembre del 36. Entonces las izquierdas pudieron acabar con el ejército de África y en algunos momentos estuvieron cerca de ello. No lo consiguieron, pero en cambio su resistencia, determinada por la ayuda y los métodos soviéticos, determinó el alargamiento, por más de dos años, de una guerra que de otro modo habría concluido en cinco o seis meses, con el aumento consiguiente de las víctimas y destrozos. ¡Y menos mal que Negrín no logró enlazarla con la guerra mundial, como pretendía, en contra del designio de Franco expuesto en la citada crisis de Munich!
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Dice Durán y Lérida que el catalán corre peligro. ¡Cómo! Aguantó casi cuarenta años sin cooficialidad ni enseñanza oficial, durante los cuales produjo además una buena literatura, y…¡está en peligro en plena democracia, cuando es cooficial y lengua de enseñanza! ¿Cómo es posible?
Pero no deja de tener alguna razón el señor Durán: algo perjudica seriamente al catalán, y son las patochadas que dicen y escriben en él los separatistas. Pueden consolarse pensando que con el castellano pasa algo semejante, convirtiéndose cada vez más en la lengua de la telebasura, los titiriteros, los lisenkos y los centenarios de la honradez. Mal de muchos…
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En El economista, la semana pasada:
LENGUAS REGIONALES
En España, además del español común (castellano de origen, reelaborado durante siglos por aportaciones de todas las regiones), se hablan varios idiomas regionales; todos, salvo el vascuence muy próximos al primero. Estos idiomas tienen escasa utilidad práctica porque todos podemos desenvolvernos en la lengua común, y porque la literatura y la vida cultural en ellos, sin ser desdeñable ni mucho menos, sobre todo en Valencia y Cataluña, no puede comprarse con las aportaciones en la lengua común dentro de cada una de esas regiones. Así, la literatura gallega en castellano supera evidentemente, en cantidad y calidad, a la misma en gallego; otro tanto cabe decir de los casos catalán o valenciano. En cuanto a los vascos, durante su historia han preferido desarrollar su actividad cultural en castellano hasta el punto de que la literatura en vascuence apenas existe. Y digo "han preferido", porque nada ha obligado a los intelectuales de esas regiones a expresarse en el español común, excepto el sentimiento de pertenecer a una misma nación, por encima de diferencias locales.
Los nacionalistas/separatistas justifican sus políticas contrarias a la historia real y a la democracia agitando el fantasma de una próxima desaparición de las lenguas regionales si no se las "protege", en rigor si no se margina al idioma común. Pero esas lenguas han sobrevivido durante siglos y han superado pruebas como su exclusión de la administración y la enseñanza oficial durante 36 años. Más aún, bajo el franquismo experimentaron un renacer literario. ¿Por qué iban a desaparecer bajo la democracia, cuando sirven libremente de vehículo –aunque no exclusivo, como se pretende– de la vida administrativa y de la enseñanza?
Con todo, es cierto que se enfrentan a un difícil reto: la lamentable literatura separatista aumenta, hincha más bien, la publicación en esas lenguas, pero las degrada con su farfolla.
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Pequeñas historias a recuperar:
"Viví unos meses en una pensión de Bilbao, donde se alojaban también dos chicas, novias de policías o empleadas en dependencia policiales, lo que me oblogaba a esmerar las precauciones. Después me mudé a casa de un compañerpo que me ofreció habitación y comida a precio razonable. Era un portugués ya mayor, y vivía con su mujer, de la misma nacionalidad, en un caserón decrépito saliendo de Baracaldo hacia sestao. El edificio, de fachada terrosa y tres o cuatro pisos, se levantaba junto a un puente. Al lado se pudrían vetustas instalaciones de Altos Hornos. Frente al portal pasaba la carretera, de tráfico denso. Cuando circulaban camiones pesados, y lo hacían constantemente, trepidaban los pisos de la casa: supe que estaba en vías de ser declarada en ruina. Mi ventana daba al sucio riacho, y en el balconcillo guardaba la patrona unas cajas donde criaba tres o cuatro gallinas.
La mujer, madura de edad y carácter, atendía la casa y la mantenía muy limpia. Trabajaba aún más fuera, de asistenta. Con una pierna hinchada por la flebitis, la dura necesidad le imponía doblarse y arrodillarse muchas horas al día, fregando y limpiando. El marido, rezongón, socarrón y bienhumorado, estuvo en paro largas semanas. Entonces las estrecheces introducían hosquedad en el ambiente; por más que el humor y la discreción de ambos salvaban las riñas.
Hospedaban a un segundo realquilado, paisano mío, no anciano pero sí envejecido. Antaño había trabajado en Madrid, donde vivía con su familia. Un día comprobó que su mujer le era infiel y abandonó el domicilio sin querer dar ni pedir explicaciones. Nunca se refería a su desventura personal. Atormentado e incierto de su porvenir, se había aficionado al alcohol. Cuando llegaba un poco bebido, se ponía pesado, y la mujer del portugués no lo soportaba bien: "Ya sé que no tiene culpa, que es muy boa persona, pero é que non poso, non poso aguantalo", se excusaba al regañarlo, mezclando portugués y castellano.
Me despertaba con el tiempo justo para llegar al trabajo, recogía las dos marmitas que me dejaba la patrona llenas de comida, a menudo bacalao, como es de rigor, y salía hacia el tren. La carretera no tenía aceras, sino una estrecha cinta lateral sin pavimento, respetada más o menos por los vehículos. Corría por ella, pegado a las casas semiabandonadas, a los talleres ruinosos, sintiendo el empuje del aire despedido por los camiones al pasar a pocos centímetros; sorteaba el rosario de charcos, bajo las grandes tuberías que cruzaban a varios metros por encima de la carretera. En la estación de Baracaldo esperaba a un tren antiguo, verde, de chapas remachadas y plataformas abiertas. Los obreros se abalanzaban a él con más brío aún que el derrochado en el metro madrileño a las horas punta. Una vez llenos, a presión, los vagones, me colgaba de la plataforma, reviviendo tiempos lejanos de los tranvías de Vigo, cuando iba al colegio de la misma forma, saltando en marcha al venir el cobrador, por no pagar billete y por gusto.
En la estación de Olaveaga el tren perdía sus viajeros. La masa humana bajaba hacia la ría, por caminuchos embarrados, entre talleres, edificaciones viejas y huertecillos. Aún no amanecía, y por aquellos recovecos oscuros, aprovechando algún muro mal iluminado por un farol solitario, pegábamos de cuando en cuando carteles contra el franquismo. Los hombres que venían del ferrocarril se apiñaban un momento en torno a ellos y seguían su camino en silencio, o haciendo comentarios confusos; o hablando de otros asuntos.
Llegados al muelle, quedaba todavía un buen trecho que andar, en dirección a Bilbao. Subía un intenso olor a alquitrán, a gasoil, a breas, a agua putrefacta, a salitre si soplaba viento del mar. Las luces de los barcos y las fábricas se miraban quietas en la ría titilando imperceptiblemente, y contra el cielo que clareaba poco a poco se erguía el bosque de hierros, las estructuras metálicas de grúas y buques. A la derecha del muelle, espaciadas, dos tabernas donde se detenían muchos a largarse un copazo antes de iniciar la jornada. Después, a ponerse la ropa de trabajo y acudir por la herramienta y las instrucciones de los encargados..."
(De De un tiempo y de un país)