****Freddy Faisán se jacta de que será la "primera campaña" sin atentados de ETA. Se lo han comunicado especialmente sus amigos los asesinos: “Nos conviene darte algo de cancha, Freddy, nos conviene mucho que vosotros ganéis, a ver si entre todos podemos hacer algo. Con Rajoy no es tan seguro, por desgracia”. “Tenéis que ser un poco más flexibles, coño ¡Ah, si no fuera por esta maldita crisis estaríamos vosotros y nosotros en el mejor de los mundos!", parece haber contestado míster Faisán.
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(Crímenes (II), capítulo de Los crímenes de la guerra civil y otras polémicas
Ya la portada de Víctimas busca un impacto político: un grupo de prisioneros atados y humillados entre soldados franquistas que les apuntan con fusiles. Ya la frase con que empieza el libro: «¿Cómo fue posible tanta crueldad, tanta muerte?», suena falsa en un historiador, que por su oficio sabe que la crueldad y la muerte están demasiado presentes en la historia de todos los países como para afectar tan especial aflición en este caso. Aunque el libro admite -no podría dejar de hacerlo sin desacreditarse por completo-, la ola de sangre causada por los republicanos, el relato de la crueldad y la muerte se centra con total preferencia en los franquistas, y lo hace con métodos típicos de la propaganda: sus crímenes son expuestos con constantes detalles personales y macabros, destinados a impresionar al lector desprevenido. El método sería admisible si lo aplicaran también a los crímenes contrarios, pero de éstos se habla en un estilo impersonal y general, y en un marco de esencial justificación.
El sectarismo llega al extremo de que las víctimas republicanas reciben constante encomio, mientras las otras llegan a ser tratadas con verdadero escarnio. Así, Maeztu es «el intelectual de mayor prestigio que pudieron pasear como mártir los franquistas». Cabe destacar que las derechas en España han condenado el asesinato de García Lorca y se han sumado a las conmemoraciones del autor, mientras que nada parecido han hecho las izquierdas con Maeztu o Muñoz Seca; todo lo contrario. De Ledesma Ramos dice el libro: «el magro pensamiento fascista español (el autor parece creer que el pensamiento socialista o republicano era muy fértil) andaba necesitado de mitos, de jóvenes fogosos caídos por la Patria en la flor de sus vidas». Como si su asesinato hubiera respondido a tal supuesta necesidad. José Antonio resulta «el más insigne de los asesinados por los rojos, el mártir de la Cruzada, el «ausente» en cuyo honor se levantaron edificios, a la vez que se designaba con su nombre cientos de calles, plazas y escuelas». Y lo caracteriza como jefe del «partido que mejor incorporó la violencia a su retórica y más la practicó en la calle en la atmósfera cargada de la España de los años treinta». «En el mes que siguió a las elecciones (de febrero del 36) él y su partido calentaron el ambiente, inyectándole buenas dosis de violencia política». La conclusión lógica de un lector que sólo tenga informes como los de este libro será: ¿por qué no había entonces de ser ejecutado José Antonio, y más en situación de guerra? Claro está que los autores ocultan al lector dos datos esenciales para que éste forme su juicio: que los atentados falangistas, en 1934 y en 1936, no fueron de iniciativa, sino de respuesta a los sufridos por la Falange a manos de socialistas y comunistas; y que, lejos de ser el partido más violento por entonces, fue superado en mucho tanto por el PSOE como por la CNT. Estos son hechos indudables que un historiador, si pretende serlo en serio, no puede pasar por alto. Y parece claro que los autores se suman disimuladamente al «Espectacular (...) mofa carnavalesca de la parafernalia eclesiástica». Aparte de lo extremadamente ofensivas que eran para los creyentes esas mofas, los autores desdeñan la enorme destrucción de libros y obras de arte producida en los «espectáculos» de la «parafernalia». Aunque atenuados, en esas frases se perciben los ecos de la propaganda que creó el ambiente político de 1934 a 1936 (23).
En la misma línea, las frases feroces de personajes franquistas reciben constante atención, olvidando las correspondientes del Frente Popular, que podrían llenar muchas páginas. Frases, por lo demás, corrientes en todas las guerras. En cambio son destacadas las llamadas humanitarias de algunos populistas: «Hubo abundantes voces que se alzaron desde el principio contra la masacre, algo muy raro entre los cruzados del otro bando». De hecho fueron muy poco abundantes, en comparación con las prédicas del terror, y, como recoge el citado Martín Rubio, tampoco faltaron las apelaciones humanitarias entre los nacionales. Pero lo cierto es que para 1936 las cosas habían llegado a tal extremo que tales exhortaciones fueron escasas y poco atendidas en los dos campos. A este respecto conviene poner en su contexto el discurso de Azaña pidiendo paz, piedad y perdón. Fue sin duda un noble ruego, que reverdeció su popularidad entre la gente harta de la sangre y sacrificios impuestos por la lucha, pero también llegaba demasiado tarde: el 18 de julio del 38, cuando los suyos encaraban un porvenir sombrío. Los que iban ganando la guerra sólo podían considerar aquellas palabras como un intento de distracción, y los que la iban perdiendo, pero querían resistir para enlazar la guerra civil con la guerra mundial, tenían que ver en la frase azañista poco menos que una traición: «A los ocho días de hablar de piedad y perdón me refriegan 58 muertos», clama aquél en sus diarios, refiriéndose a unos fusilamientos en Montjuich (24).
Abundan en el libro errores y omisiones como los citados sobre José Antonio. Así, «el intenso anticlericalismo del primer bienio republicano y de la primavera de 1936 nunca había sido acompañado de actos de violencia». ¿Cómo llamar entonces a la quema de templos, bibliotecas, escuelas y laboratorios y obras de arte, a las agresiones a clérigos o sucesos como el de los «caramelos envenenados»? El golpe de Primo, en 1923, aparece como la «primera lección que los españoles del siglo XX recibían acerca de la legitimidad del recurso a la violencia y a las armas para derribar un Gobierno y alcanzar el poder y cambiar de hecho un régimen político» ¿Debemos creer que la huelga revolucionaria de 1917, seis años antes, no tenía esos objetivos ni recurrió a la violencia? «El exilio de 400.000 personas, la mayoría catalanas (...) marcará generaciones», provocando un «vacío cultural y social». Pero los estudios de J. Rubio muestran que el grueso de esos exiliados (más de dos tercios), regresó a España antes de un año, y otros siguieron luego en un goteo permanente. Contradiciéndose, el mismo Víctimas suma, entre Francia y América, unos 160.000 exiliados para 1949. La vasta mayoría de los catalanes huidos volvieron enseguida, no siendo su presencia en el exilio más significativa que la de otros españoles; y el «vacío social y cultural» fue mucho menor de lo que da a entender el libro. También, a juicio de Solé y Villarroya, el SIM era cosa de «Madrid», aunque fue montado desde Valencia y Barcelona: «policía novel, conversa de nuevo cuño al comunismo estalinista, fuera de Madrid no entendía la compleja vida sociopolítica de la sociedad catalana». Esa «incomprensión», como la llaman eufemísticamente, se manifestó en forma general, y no sólo en la «compleja» sociedad catalana, tan incomprensible, según la ingenua vanidad de Solé y Villarroya, para el «madrileño» SIM. Para dichos autores, los franquistas practicaron una «represión general sobre Cataluña, considerada el baluarte de la República», aunque lo cierto es que la represión no afectó a Cataluña en mayor medida que a otras regiones. Choca además, en unos historiadores, el anacronismo del «baluarte de la República», consigna en desuso desde octubre de 1934. Audaz, a la vista de lo ocurrido, resulta su presunción de que la sociedad catalana «era la más entregada al espíritu republicano, por su talante liberal». La Esquerra catalana fue probablemente el más exaltado de los partidos republicanos, y ya en 1934 organizó la insurrección y la guerra civil con propósitos que nada tenían de liberales. En la misma línea se atribuye al régimen de Franco una «voluntad de desindustrializar Cataluña para empobrecerla», cuando la indiscutible realidad histórica, al margen de cualquier propaganda, es que la industria catalana fue protegida durante la era de Franco y prosperó como nunca antes. F. Moreno pasa buenamente por alto los sucesos de España desde 1934 y los de julio del 36: «Han caído ya, con la victoria militar, las instituciones democráticas». O descubre que «La violencia fue un elemento estructural del franquismo»: lo es de todos los regímenes políticos. Etc. (25).
Estos errores tienen traza de no ser involuntarios y van más allá de los inevitables yerros de detalle que se cuelan en cualquier libro de historia. Su sentido coincide con el de otras apreciaciones repetidas machaconamente. El terror «fue una parte integral del glorioso Movimiento Nacional, de su asalto a la República y de la conquista gradual del poder, palmo a palmo, masacre tras masacre, batalla tras batalla». «La represión y el terror (...) no eran algo episódico, sino el pilar central del nuevo Estado, una especie de principio fundamental del Movimiento». «A las personas de izquierda, a los vencidos, que anhelaban reconstruir sus vidas, se les negó por completo tal derecho, se les condenó a la humillación y a la marginación (social, económica, laboral). El franquismo les negó la consideración de personas». «Se puede afirmar que Franco convirtió a Madrid en un gran presidio». «El fenómeno de la tortura fue masivo y generalizado», etc. Estas frases son de Moreno, cuyo lenguaje, panfletario sin disimulo, sigue la tónica de sus estudios sobre la represión en Córdoba, según los cuales la política franquista fue «de exterminio», de «exterminio de clase», con una represión, además, «muy diferente de la represión republicana», en el sentido que ya vimos en Solé y Villarroya. «Las declaraciones de Franco y de sus generales no disimularon nunca su propósito de exterminio», mientras que, asegura osadamente, entre los dirigentes republicanos «jamás se escucharon las rotundas llamadas a la violencia que realizaron, en cambio, los principales militares del franquismo». «Cárceles, torturas y muerte, lejos de disminuir al término de la guerra, se incrementaron al máximo». «Por todas partes se humilla a la gente sencilla», y especialmente, dice él, a las mujeres. S. Juliá tampoco se queda corto: durante años, «el fusilamiento de los derrotados continuó siendo un fin en sí mismo (...). Los enemigos sólo gozaban de un destino seguro: el exilio o la muerte» (26).
Esta retórica recuerda a la de la campaña de 1935 sobre la represión en Asturias, falsa en un porcentaje elevadísimo, pero que forjó el espíritu del terror de 1936. Y, desde luego, desafía a la experiencia y a la estadística. Aunque hubo una dura represión en los primeros años de posguerra, en la que debieron caer responsables de crímenes junto con inocentes, ni de lejos existió tal exterminio, de clase o no de clase. La inmensa mayoría de quienes lucharon a favor del Frente Popular (1.750.000 hombres, en principio), de quienes lo votaron en las elecciones (4.600.000) o vivieron en su zona (14 millones), no fueron fusilados ni se exiliaron; se reintegraron pronto en la sociedad y rehicieron sus vidas, dentro de las penurias que en aquellos años afectaron a casi todos los españoles. Esto es tan obvio que resulta increíble leer a estas alturas semejantes diatribas, quizá pensadas para «envenenar», en expresión de Besteiro, a jóvenes que no vivieron la guerra ni el franquismo.
Ello no impide que el libro proclame nobles y enjundiosos objetivos: que «el dolor de tantas y tantas víctimas anónimas del odio más irracional no sea inútil y, establecida la verdad tras el necesario debate, la guerra civil se incorpore definitivamente a nuestra historia» (27). No es nada seguro que los apasionados enfoques y desenfoques vistos cumplan tan loable propósito; ni cabe tomar muy en serio su propósito de «establecer la verdad», y mucho menos la reconciliación, a la que también dicen aspirar los autores. Queda la impresión de que esta obra, al contrario que la de Salas, entra en la categoría de propaganda con un punto de vista político muy definido, y no en la de la investigación histórica.
Para establecer la verdad en lo posible, unas conclusiones como las del historiador José García Escudero parecen más a propósito: ambas zonas sufrieron represión oficial e incontrolada, en las dos se alzaron peticiones de humanidad y clemencia, y las dos llegaron a superar las manifestaciones más brutales del terror, sin acabar del todo con él. La pesadumbre producida por este fenómeno en la conciencia española sólo puede quedar mitigada por el testimonio de la dignidad y el valor que en general demostraron las víctimas, y no por un grotesco pugilato en torno a cuál de los bandos vertió más sangre (28).
Siendo la causa del terror la tensión y odios ideológicos típicos de la época, España no podía ser un caso aislado. Francia e Italia, por ejemplo, sufrieron en 1943-45 y dentro de la guerra mundial, una especie de contienda civil. R. Salas calcula, analizando las estadísticas oficiales de mortalidad, que en esos años la represión y los ajustes de cuentas se llevaron por delante a 87.000 franceses y a 67.000 italianos. Teniendo en cuenta que la guerra civil en esos dos países fue mucho menos intensa y prolongada que en España, sus cifras de la represión superan proporcionalmente a las españolas. Recientemente, el periodista norteamericano Herbert Lottman, estudiando la depuración realizada en Francia en los últimos tiempos de la guerra mundial, estima en 10.000 el número de los homicidios y ejecuciones, cometidos por los franceses antinazis. Sumados a los 60.000 en que De Gaulle cifraba los cometidos por los alemanes y colaboradores, da un total cercano al de Salas, aunque parece muy improbable que la proporción fuera realmente de 6 a 1. Otro aspecto de la depuración fue la humillación de miles de mujeres acusadas de «colaboración horizontal» con los alemanes. Recientemente se han reconocido unos 200.000 hijos tenidos entre los ocupantes alemanes y mujeres francesas, sometidos a relegación y humillaciones durante muchos años. (29).
Una vez más comprobamos que los sucesos de España, con todas sus peculiaridades, no se entienden si no son enmarcados en los que caracterizaron aquella época en el mundo, y especialmente en Europa.
Notas
1 Salas Larrazábal, R.: Los datos exactos de la guerra civil, Madrid, Drácena, 1980, p. 310.
2 Durante la batalla de Madrid, «Franco ordenó un ensayo de actuación desmoralizadora de la población mediante bombardeos aéreos», desistiendo a los diez días, según el jefe de la aviación nacional, Kindelán. En todo noviembre los bombardeos causaron en Madrid 312 muertos. Ejemplos de partes populistas: «La aviación y el intenso fuego de artillería sobre la ciudad de Oviedo aumenta por horas la desmoralización de los sitiados y de la población civil» (5-9-36). «En las primeras horas de la mañana se ha iniciado un terrible fuego sobre Oviedo (...), cuyos efectos pueden apreciarse a simple vista» (8-9-36). «La aviación republicana ha bombardeado Córdoba y Granada» (12-9). Y así otros muchos, incluyendo Teruel, Huesca, etc. Constan, por el bando contrario, una instrucción de 6-1-37: «Cuando se bombardeen objetivos militares en las poblaciones o próximos a ellas, se cuidará de la precisión del tiro con objeto de evitar víctimas en la población no combatiente». De 10-5-37 es este telegrama: «Por indicación del Generalísimo (...) no deberá ser bombardeada ninguna población abierta y sin tropas o industrias militares, sin orden expresa del Generalísimo o del General Jefe del Aire». Otra instrucción del 28-3-38: «En lo sucesivo (...) no se efectuarán bombardeos del casco urbano de poblaciones sin una orden expresa de la Jefatura del Aire». La reiteración de la orden obedece a los bombardeos de Guernica, en abril de 1937, y de Barcelona, en marzo del 38, realizados por alemanes e italianos, al margen de las instrucciones del mando franqista, que corrigió tales hechos. Salas Larrazábal, R.: Historia del Ejército Popular de la República, I, Madrid, Editora Nacional, 1973, p. 624-5. J. Salas: Guernica, p. 236 y ss; 324 y ss.
3 Salas Larrazábal, R.: Historia del Ejército Popular de la República, I, Madrid, Editora Nacional, 1973, p. 624-5. Salas, J.: Guernica, p. 236 y ss.; 324 y ss. No obstante, algunos historiadores pasan arbitrariamente por alto la investigación de Salas y ofrecen datos sin base alguna, como el de 1.600 muertos que da Avilés Farré todavía en 1996. No hubo, como afirmó la propaganda, el propósito de destruir los edificios simbólicos de la tradición vasca, que ni fueron atacados ni sufrieron daños, pese a haber situado el PNV cuarteles en sus cercanías. Al principio, la prensa vizcaína se abstuvo de reproducir las exageraciones difundidas en Inglaterra y Estados Unidos, hasta que el gobierno de Aguirre comprendió su utilidad propagandística. La estudiosa P. Aguilar recoge sin crítica y olvidando a Salas, la versión de que el bombardeo trataba de destruir los símbos de las libertades vascas y tuvo que ver con la crueldad de Franco. ¿En qué grado de crueldad clasificaría para ser coherente, a Churchill, Roosevelt o Truman? Los franquistas achacaron el incendio de Guernica a los propios populistas, falsedad que apenas fue creida, aunque se apoyaba en los precedentes de Irún y Eibar, donde los populistas en retirada sí provocaron vastos incendios. A. Viñas ha hecho consideraciones muy elaboradas sobre la responsabilidad que pudo caber en el bombardeo a las autoridades franquistas—que no lo habían autorizado—, pero olvida mencionar la cifra de víctimas, aunque conoce el estudio de Salas, a quien cita secundariamente. La indignación de Viñas no se extiende, lamentablemente, a las responsabilidades por los bombardeos de Oviedo y Huesca.
4 J. Salas Larrazábal, J.: Guernica, Madrid, Rialp, 1987, pp. 163 y ss.; 263 y ss. Avilés Farré, J.: Las grandes potencias ante la guerra de España, Madrid, Arco, 199, p. 40. Viñas, A.: Guerra, dinero y dictadura, Barcelona, Crítica, 1984, p. 98 y ss.
5 Según muestra A. D. Martín Rubio, las noticias iniciales sobre la matanza no son fiables, y la cifra habitual, de en torno a 1.200 víctimas, menos aún: las inscripciones de muertes atribuibles a la represión correspondientes a agosto de 1936 son 172, y 493 hasta diciembre. Ello indica la dureza represiva, pero no autoriza la idea de una carnicería indiscriminada. La versión de tal carnicería fue difundida especialmente por el periodista norteamericano Jay Allen, incondicional del Frente Popular, ausente de la ciudad en aquellos días y que inventó los detalles más escabrosos. La sensibilidad de Allen por la matanza que no presenció, desaparecería ante las que sí pudo comprobar en el bando de sus preferencias. Ricardo de la Cierva sugiere, razonablemente, que el reportaje de Allen fue elaborado para contrarrestar la impresión mundial causada por la matanza de presos de la cárcel Modelo madrileña. MartÍn Rubio, A. D.: Salvar la memoria, Badajoz, 1999, p´. 140 y ss. De la Cierva, R.: Historia esencial de la guerra española, Madrid, Fénix, 1996, p. 224-6.
6 Cito el dato indirectamente, de una recensión del libro en el número 49 de Razón Española, de septiembre-octubre de 1991. The economist del 17 al 23 de julio de 1999 reseñaba otro libro, An intimate history of killing, por Joanna Bourke, en el que habla de las «orgías de violaciones y asesinatos» practicadas por tropas norteamericanas en Alemania. Como es sabido, la propaganda soviética llegó a incitar a sus soldados a matar alemanes y violar a sus mujeres (se ha dicho que los rusos las violaban y los norteamericanos las prostituían). La actitud rusa, con todo, resulta en cierto modo más explicable, dados los extraordinarios sufrimientos ocasionados en Rusia por los nazis
7 El Liberal, Bilbao, 14-7-1936.
8 Salas, R.: Los fusilados en Navarra en la guerra civil de 1936, Madrid, 1983, p.13. Vidarte, J. S.: Todos fuimos culpables, Barcelona, Grijalbo, 1978, p. 418. Jackson, G., en R. Salas: Pérdidas de la guerra, Barcelona, Planeta, 1977, p. 116 y ss. Tamames, R.: La República. La era de Franco, Madrid, Alianza, 1977, p. 323.
9 El historiador marxista Pierre Vilar desconfía de los testimonios orales: «Tres aragoneses me brindaron respectivamente, como balence de las ejecuciones en Zaragoza, tres fusilados, 10.0000 víctimas, ¡por lo menos 30.000 (!)». No obstante, este pésimo método es aplicado con frecuencia. Tengo experiencia sobre el influjo de la propaganda en la memoria de muchos testigos. En una conferencia que di en el Ateneo madrileño acerca de la batalla de Madrid, al citar la presencia de tanques y aviones rusos, dos de los presentes se levantaron airados asegurando que no había habido tal cosa, pues los republicanos apenas disponían de unos pocos fusiles. ¡Ellos habían vivido aquellas jornadas y podían dar fe! También han sido típicas de años recientes las personas, que sin haber movido un dedo contra el franquismo, «recordaban» de pronto hazañas que habrían protagonizado en manifestaciones estudiantiles, etc. La memoria engaña a menudo, incluso sin intención.Vilar, P.: La guerra civil española, Barcelona, Crítica, 1986, p. 151.
10 En 1964, Jesús Salas, hermano del anterior, hizo una investigación de la sobremortalidad masculina, mediante análisis comparativos de los decenios 1930-40 y 1940-50. Puesto que las víctimas femeninas directas de la guerra fueron escasas, debía obtenerse así una buena aproximación al total de muertos. El resultado coincide grosso modo con los datos más precisos de su hermano Ramón: un cuarto de millón de víctimas varones. De ellos, J. Salas estima en 165.000 los caídos en combate y 85.000 los represaliados. La semejanza de las cifras logradas con métodos distintos es un indicio a favor de la corrección de ambos. En Salas, R.: Pérdidas, p.139-40.
11 Se ha aducido que muchas víctimas de la represión franquista están registradas con causas de muerte ficticias, como en el caso de García Lorca, cuya defunción atribuye el registro a «hecho de guerra». También se cita el caso de 150 ejecutados por los populistas y fallecidos oficialmente por «anemia aguda». Según Salas, esta crítica nace de un desconocimiento de las reglas registrales, que exponen las causas clínicas de la muerte, y no las circunstancias de ella, por ley de 1870, cuyo objeto es salvaguardar la intimidad y el honor de las familias. Esa regla obliga a un esfuerzo de interpretación de los registros, que Salas considera casi siempre factible. También se ha dicho que la mayoría de las víctimas del franquismo no se habrían inscrito nunca, por temer represalias sus familiares. Salas descarta esta crítica señalando las facilidades registrales ofrecidas años después de la contienda, cuando ya no eran de temer represalias, y que fueron aprovechadas por numerosas personas. Además, el historiador hizo un estudio especial sobre Navarra, donde, según él, los nacionales habían fusilado a algo menos de un millar de personas, que multiplicaban por quince los historiadores nacionalistas próximos a ETA, y por ocho o nueve los del PNV, cifra esta última acogida sin crítica por historiadores más serios. Otros se han visto obligados a multiplicarla, finalmente, «sólo» por tres. La investigación de Salas ratificó sus cifras originales, con pequeñas correcciones. Sin embargo, algo de razón hay en esta crítica, pues tras la muerte de Franco se produjeron nuevas inscripciones, aunque ni muy de lejos la riada de ellas que suponían los adversarios de Salas.
12 «Resultaba descorazonador que quienes acogían con fe de carbonero las cifras aireadas por el rumor, el rencor o el revanchismo, fueran tan puntillososo a la hora de enjuiciar un trabajo con firme apoyatura documental y rigor científico», lamenta Salas. Este historiador, indudablemente uno de los mejores entre los que han tratado la guerra, simplemente «no existe» en muchos ámbitos universitarios. La revista barcelonesa Destino, que pasaba por imparcial y seria, le impidió contestar en igualdad de condiciones al escritor Carlos Rojas, que en un artículo le atacaba desvirtudando sus argumentos. Salas, R: Los fusilados, p.19-20 y 17.
13 JuliÁ, S. y otros: Víctimas de la guerra, Madrid, Alianza, 1999, p. 68
14 La actitud de euforia, o al menos despreocupación por estas cosas estaba muy extendida entre los dirigentes. Cuenta Vidarte: «Cuando le dije (a Companys) que hacía el viaje acompañando a un fraile, soltó la carcajada. «De esos ejemplares, aquí no quedan». Araquistáin, L.: Sobre la guerra civil y en la emigración, edic. de J. Tusell, Madrid, Austral, 1983, p. 22. Vidarte, J. S.: Todos fuimos, p. 503.
15 En Martín Rubio, A. D.: Paz, piedad, perdón... y verdad, Madrid, Fénix, 1997, p. 71.
16 Y tampoco los revolucionarios defendían avances sociales y políticos o una sociedad «más libre y más justa», como afirman dichos estudiosos en contra de una abrumadora experiencia histórica. En los países en que triunfaron los correligionarios de los frentepopulistas españoles, la población perdió cualquier libertad y derecho, sometida al poder omnímodo de una minoría burocrática dueña de un estado policial. Que España fuera «uno de los países con más injusticia social de Europa» es aserto muy discutible, pero de lo que no hay duda es de que el remedio propuesto por los revolucionarios era mucho peor que la enfermedad, si de libertad, justicia y riqueza hablamos. Solé y Villarroya tienen derecho a preferir remedios tales, pero quizá no tanto a invocar en su beneficio la libertad y la justicia.
17 Cervera, J.: Madrid en la guerra. La ciudad clandestina, 1936-1939, Madrid, Alianza, 1998, p. 62 y ss.
18 Juliá, S.: Víctimas, p.14.
19 Juliá, S.: p. 60-1 y 21.
20 Martín Rubio considera, no obstante, más alta la tasa de la represión populista, al no haberse podido ejercer ésta más que sobre la mitad del país.Juliá, S.: p. 410. Salas, R.: Pérdidas, p. 362 y 371. Martín Rubio, A. D.: Paz, p. 371-5.
21 Juliá, S. Víctimas, p. 244.
22 Salas, R. Pérdidas, p. 442.
23 Juliá, S. Víctimas, p. 133, 142-3 y 154.
24 Según la propaganda, los gobiernos populistas trataron de evitar los crímenes de los incontrolados, en otros momentos identificados con el pueblo. Así lo decía Vidarte a un periodista francés, a quien informaba de la siguiente manera, recogida en el capítulo «Desvaneciendo falsedades»: «En un solo año, el Tribunal de la Inquisición de Toledo pronunció más de 3.000 condenas, la mayoría a muerte», a lo que comenta el francés: «Y todavía les preocupa a ustedes el que se destruya una iglesia de más o de menos?» «Nos preocupa la protección de nuestro tesoro artístico. Las iglesias pertenecen a la nación y es deber nuestro el conservarlas». Vidarte hablaba en agosto de 1936, cuando desde mucho antes de julio se venía destrozando «nuestro tesoro artístico» entre la indiferencia o complicidad de los gobiernos. No vale más el dato sobre las muertes de la Inquisición, la cual, como se sabe, hizo ejecutar a poco más de un millar de personas en tres siglos. A ese respecto no hay duda de que fue una institución muy atrasada, por decir así, en comparación con las modernas policías políticas de las dictaduras de derechas, y sobre todo de izquierdas, capaces de superar esa cifra en cuestión de semanas. Ibid.: p. 121. Martín, A. D.: Paz, p. 449 y ss. Azaña, M.: Memorias de guerra, Barcelona, Grijalbo, 1978, p. 400. Juliá, S.: Víctimas, 159, 227-8, 290, 303 y 27. Moreno, F.: Córdoba en la posguerra. La represion y el maquis. Madrid, 1987, p. 18 y ss.
25 Juliá, S. Víctimas, pp. 156, 14, 238, 256, 226, 238 y 277. En Salas, R.: Pérdidas, p. 82 y ss.
26 Juliá, S. Víctimas, 159, 227-8, 290, 303 y 27. Moreno, F.: Córdoba en la posguerra. La represión y el maquis. Madrid, 1987, p. 18 y ss.
27 Juliá, S.: Víctimas, contraportada.
28 GarcÍa Escudero, J. M.: Historia política de las dos Españas, Madrid, Editora Nacional, 1976.
29 Salas, R.: Pérdidas, p. 433 y ss. Lotman, H.: La depuración, Barcelona. Tusquets, 1998, p. 466 y ss.