El PSOE hizo la campaña electoral de 1982 bajo el lema "Cien años de honradez y firmeza", faltando con osadía a la verdad. Publicitariamente el lema era espléndido, y conectaba de lleno con el anhelo de la sociedad, pero su eficacia solo podía descansar sobre una ignorancia histórica casi generalizada en el país y favorecida por la crisis de UCD. El PSOE ganó 10 millones de votos y mayoría absoluta en las Cortes. La derecha derivó parte de su voto a AP de Fraga, que subió a 5,5 millones. UCD perdió casi 5 millones, quedando en 1,5 y el PCE descendió de casi 2 millones a 850.000. El PSOE ganó en todas las provincias excepto en Gerona (CiU), Vizcaya y Guipúzcoa (PNV), y siete provincias de Galicia y Castilla-León (AP). La derecha tardaría años en reponerse de su crisis, y los socialistas iban a sostenerse en el poder catorce años.
En 1982 el PSOE estaba en condiciones de hacer casi lo que quisiera. Y algo que hizo pronto fue intervenir Rumasa, uno de los mayores consorcios empresariales españoles, asestando un golpe a la legalidad y al Tribunal Constitucional, cuyo crédito se tambaleó al aceptar el hecho. Rumasa costó al estado la suma fabulosa de más de un billón de pesetas, y generó un chorro de corrupción. El PSOE dueño de los poderes legislativo y ejecutivo, se aprestó a controlar el judicial. A las críticas, el vicepresidente Alfonso Guerra respondió ilustrando el designio gubernamental: "Montesquieu ha muerto".
Felipe González había amenazado con "auditorías de infarto" a las empresas públicas provenientes del franquismo, pero la investigación no detectó anomalías importantes y en cambio las denuncias por la corrupción socialista se multiplicaron. El PSOE replicó a ellas con la arrogancia de los votos, y para frenar la denuncia de los escándalos diseñó una arbitraria Ley Antidifamación, que no logró imponer. Todo ello atentaba contra la democracia liberal puesta en marcha durante la transición, y la habría liquidado de no haber topado con resistencia social, gracias al mantenimiento de las libertades.
En el plano económico, la actuación socialista fue más positiva. La reconversión industrial que el PSOE no habría permitido hacer a UCD, pudo hacerla él entre multitud de huelgas y enfrentamientos, cierre de fábricas, privatización de empresas públicas y subida del desempleo hasta los tres millones (el 21% de la población activa, algo nunca visto). Pero la reforma, aun juzgada insuficiente por sus críticos, permitió un repunte del PIB dos años después y durante siete años, con crecimiento del 3,5 al 5%, modesto por comparación con los años 60 o los 50, pero superior al de la CEE. A pesar de ello, aun con la renovada prosperidad se mantendría una tasa de paro muy elevada.
Los hechos clave de la política internacional del PSOE fueron la entrada de España en la CEE y la ratificación de la adhesión a la OTAN, en 1986. Contra una opinión común, la CEE no supuso ventajas económicas: fuera de ella, España había prosperado mucho más deprisa, el crecimiento desde 1985 nacía de reformas estructurales internas, y algunas condiciones de entrada empeoraban el acuerdo preferencial de 1970. Contra la realidad histórica, se forjó la imagen de la "entrada en Europa", que satisfizo a millones de personas sugestionadas por una activa propaganda sobre la "anormalidad" del país y un aislamiento inexistente. Tuvo un coste en soberanía, con la renuncia de hecho a Gibraltar, colonia británica a la que se otorgaron ventajas que la enriquecieron a costa de los intereses españoles. Otra consecuencia fue el reconocimiento de Israel, uno de los pocos estados que Franco había rehusado reconocer --sin mostrarle por ello hostilidad--, debido a la política de amistad con los países árabes. Además, en Madrid había sentado muy mal que Israel hubiese votado contra su admisión en la ONU, en 1949, habiendo sido España uno de los poquísimos países que salvó a miles de judíos del Holocausto y luego facilitó la huida de otros miles de Marruecos a Israel, en 1948.
En cuanto a la OTAN, las encuestas mostraban una opinión popular contraria a ella, por los inmensos beneficios de la neutralidad española en las guerras europeas. Franco había roto esa tradición, pero solo parcialmente: no pidió el ingreso en la OTAN, pese al interés de Washington, ni participó en la guerra de Vietnam como se le pidió, mantuvo el comercio con la Cuba castrista y presionó sobre Gibraltar. La izquierda también rechazaba el ingreso, aunque más por simpatía tradicional a la URSS que por los intereses hispanos. Mantenerse al margen de la Organización atlántica no implicaba hostilidad a ella, como había demostrado Franco, sino retener una cuota mayor de soberanía y libertad de decisión. Leopoldo Calvo, sucesor de Suárez durante un año y medio, había metido al país en la OTAN simplemente por decreto. El PSOE, presionado por la diplomacia useña y europea, cambió de postura. La inicial oposición popular fue moldeada por una intensa propaganda, y en el referéndum al respecto triunfó el Sí con un 52,5% sobre una votación menor del 60%: poco más del 30% del cuerpo electoral.
Al terminar el franquismo y con él la censura, muchos esperaban la salida a la luz de obras maestras guardadas en cajones, y el florecimiento de un talento antes reprimido. Pero la censura había sido ligera, enfocada a la pornografía y a pocos puntos políticos (los libros de Marx, Engels y muchos otros marxistas, y las interpretaciones históricas stalinistas de Tuñón de Lara habían sido legales y circulado sin trabas), y no apareció ninguna obra maestra. Más decepcionante fue la escasez de talentos a la altura de los de la época anterior, si bien abundó lo que en términos mercantiles se llamó "oferta cultural", subvencionada a menudo por el estado: festivales, conciertos de rock, exposiciones, museos de arte moderno, etc., y una cultura del entretenimiento de bajo nivel intelectual y a menudo chabacana. En literatura, arte, ensayo, pensamiento, ciencia o cine, proliferó la hojarasca, con las obligadas excepciones. Las universidades y universitarios se multiplicaron su número, con calidad a la baja. El diario El País se convirtió en foco de la nueva cultura, y el panorama fue dominado por la intelectualidad progresista –persistía otra más seria, en segundo o tercer plano--, que salió apuntándose al marxismo o exhibiendo un profundo respeto por él, para poner luego de moda una curiosa afición a "la utopía" o al anarquismo, más tarde al postmodernismo, dejando tras de sí muy poco material recordable. Desde tal situación se calificaba a la etapa anterior de "páramo cultural", con arrogante y cómica injusticia.
Parte de la "nueva cultura" fue la sustitución, ya en 1977, del Instituto de Cultura Hispánica por el de Cooperación Iberoamericana, que, con el Hispano-Árabe de Cultura, pasaron al Ministerio de Exteriores con el título de Agencia Española de Cooperación Internacional. Dichos institutos perdieron autonomía y carácter cultural e hispánico, para adquirirlo económico y burocrático. Desapareció de las universidades españolas el alto número de hispanoamericanos y árabes que antes estudiaban en ellas.
Durante ese período, y hasta hoy, continuó la crisis de la institución familiar con el constante aumento de los divorcios, de niños criados en familias monoparentales, de abortos y embarazos de adolescentes, enfermedades de transmisión sexual, violencia doméstica, fracaso escolar, etc. El alcoholismo, la droga y la delincuencia, no cesaron de expandirse, al igual que la pornografía y la telebasura, indicadores todos de mala salud social. El ambiente social y cultural tomaba un tinte anticristiano o acristiano, que quería identificarse como democracia. Los templos y seminarios seguían despoblándose y nadie agradecía a la Iglesia los servicios prestados a la oposición antifranquista.
Ante el terrorismo, corrosivo de la democracia, los gobiernos insistieron en negociar. En la primera etapa confusa propia de toda transición, la negociación pudo cumplir un papel, de hecho lo cumplió al desaparecer así una de las ETAs, llamada poli-mili, varios de cuyos militantes ingresaron en el PSOE. Pero la persistencia de esa política minaba el estado de derecho. A última hora, la UCD había recurrido a policías franquistas, y los asesinatos habían bajado en 1981 a un tercio del año anterior. El PSOE, ambiguo ante los atentados, creyó que la ETA se contendría ante un gobierno de izquierda. Su error le llevó a una reacción característica: incrementar las ofertas de negociación y al mismo tiempo responder a los atentados con terrorismo gubernamental.
Entre tanto, en 1989 AP, que había cambiado su nombre por Coalición Democrática y luego por Coalición Popular, superó su prolongada crisis con el nombre como Partido Popular (PP), y en 1990 José María Aznar imprimió mayor eficacia a la dirección.
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El suceso histórico más importante de los años 80 fue el derrumbe del bloque soviético en Europa, a partir de la caída del Muro de Berlín en 1989. Durante largo tiempo, los atroces sacrificios para construir el socialismo y el comunismo, pudieron parecer a muchos la medida de la sublimidad de la meta, perseguida a través de una lucha titánica contra las oscuras fuerzas del pasado, de la explotación del hombre por el hombre y de la religión; pero el resultado solo fue una vida plomiza, enyugada y pobre. La historia interna de la URSS había sido una sucesión de vaivenes entre medidas colectivistas u aperturas parciales a la iniciativa individual, sin alcanzar nunca un equilibrio. El fracaso de Jrúschof en superar a los países occidentales dio paso, desde 1964, a Brézhnef, con quien los bandazos se aceleraron hasta 1982. Tres años después, Mijail Gorbachof puso en marcha reformas que suscitaron un afán liberalizador inasimilable por el sistema. La clase política se desmoralizó mientras la URSS perdía decisivamente la carrera económica y técnica con Usa. Quedó de relieve que todo el sistema descansaba en la fuerza militar y la vigilancia policial, y al aflojarse ambas, el régimen simplemente se desplomó, algo que casi nadie había sido capaz de pronosticar.
El derrumbe del bloque soviético tuvo que ver con un cambio de política en el mundo occidental, personificable en el papa Juan Pablo II, en Ronald Reagan y, en menor medida, por el menor peso de Inglaterra, en Margaret Thatcher. El papa, elegido en 1978 cambió la orientación dominante desde los años 60. Procuró un nuevo movimiento evangelizador a escala mundial, un entendimiento con otras religiones y una mayor firmeza hacia el marxismo. Hizo retroceder la Teología de la liberación y tendencias análogas (aunque persistieran los jesuitas y otros) y presionó sobre su país de origen, Polonia, que, por emplear la terminología leninista, constituía "el eslabón débil" de la cadena de estados comunistas. La resistencia popular católica obró en Polonia como una cuña que agrietó el sistema soviético entero. Así lo entendió, Moscú, y de ahí el intento de asesinar al papa, que estuvo cerca de alcanzar su objetivo.
En 1979 Margaret Thatcher subió al poder en Reino Unido, tras un largo declive político y económico del país, atribuido a las políticas laboristas y el poder sindical. Thatcher propició una liberalización económica profunda, activa oposición a la mentalidad socialista dentro del país y a la Unión Soviética en el exterior, y estrecha cooperación con Usa y el mundo anglosajón después de que Reagan ganase las elecciones, en 1981. Hasta había dominado en Europa la aceptación del comunismo como un hecho histórico irreversible a largo plazo, tendencia propia de los partidos socialdemócratas, que nunca habían perdido una vaga afinidad con el experimento comunista, como ocurría con los movimientos salidos del "mayo del 68", y una tendencia democristiana al acuerdo. En la década de los 80, Usa, apoyada por Inglaterra, incidió más sobre los derechos humanos, desplegó una tecnología militar inasequible para los soviéticos, y otros países europeos siguieron, sin demasiado entusiasmo y con protestas de los pacifistas. El avance comunista por el mundo fue deteniéndose, Afganistán resultó un Vietnam para la URSS, y finalmente esta se desmoronó. Uno de sus efectos más importantes fue la reunificación de Alemania, muy poco deseada por sus aliados Francia e Inglaterra. La reunificación creaba la mayor potencia económica y demográfica de Europa, con ulterior proyección política.
Estos sucesos, en verdad asombrosos, dejaban a Usa como única superpotencia, con superioridad económica, política y militar inaudita en la historia. El ensayista Francis Fukuyama expresó en un influyente folleto lo que muchos pensaban: el próximo triunfo global de la democracia tipo Usa y la CEE (que en 1993 se rebautizaría Unión Europea) y el fin de la historia tal como se la había conocido. Fin de la historia ya predicho por Marx y los utopistas a partir de sus respectivos sistemas. Seguiría, advierte Fukuyama, "un tiempo muy triste. La lucha por el honor, la disposición a arriesgar la vida por un fin abstracto, la lucha ideológica mundial con sus virtudes de audacia, valor, imaginación e idealismo, será reemplazada por el cálculo económico, la inacabable resolución de problemas técnicos, la preocupación por el medio ambiente y la satisfacción de complicadas exigencias consumistas. En la época posthistórica no habrá arte ni filosofía, sólo la perpetua vigilancia del museo de la historia humana". Y, sin decirlo, regímenes de modelo anglosajón, con el inglés como idioma político y cultural.
Mas, por el momento, el mundo no iba a seguir esa dirección, y las cosas habían de complicarse mucho más de lo previsto.
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La caída del Muro de Berlín y poco después del Imperio soviético tuvo en España repercusión escasa y casi nula reflexión en la izquierda. PSOE y PCE habían rechazado superficialmente el sistema soviético, hacia el cual persistía una soterrada admiración: no en vano compartían semejanzas doctrinales y una versión de la guerra civil y del Frente Popular. La derecha, siempre inane, tampoco sacó las debidas conclusiones ni procuró una clarificación histórica de algún calado. No obstante, la caída del Muro mejoró el clima social para la derecha, junto con la denuncia de los escándalos de corrupción y terrorismo de estado por parte de un grupo de periodistas demócratas.
Los gobiernos del PSOE menoscabaron seriamente el sistema. En Vascongadas la democracia casi desapareció, en Cataluña retrocedió por un nacionalismo agresivo y victimista, y en Andalucía la corrupción caciquil y clientelar alcanzó sus mayores cotas. Al menos tres causas explican el prolongado poder socialista: el reasentamiento de viejos mitos de la lucha de clases, según los cuales la izquierda representaba a los pobres, a los trabajadores y al progreso frente a una derecha retrógrada explotadora y franquista; al veloz aumento del tamaño del estado, que creó cientos de miles de nuevos funcionarios, sinecuras, corrupción y una vasta clientela política; y, sobre todo, a la semiparálisis de una derecha que no había superado el síndrome de Romanones.
Así como en 1982 la gente esperaba honradez y firmeza para enderezar la situación, por los años 90 se extendía la demanda de una regeneración democrática ante los escándalos económicos, el terrorismo de gobierno y la degradación del poder judicial. En 1996 ganó las lecciones el PP, por estrecho margen, si bien sería quizá más adecuado decir que las ganaron para el PP unos pocos periodistas influyentes que denunciaron con perseverancia la corrupción e ilegalidades del PSOE y le impidieron promulgar leyes contra la libertad de expresión.
Mucha gente esperó del PP la anunciada regeneración del sistema, pero esta apenas se produjo. Aun así, Aznar volvió a ganar las elecciones, esta vez por mayoría absoluta, el año 2000. Razones de su éxito fueron, aparte el apoyo de algunos medios, un cuádruple logro: superó la nueva crisis económica y rebajó a la mitad el desempleo, que el PSOE habían calificado de estructural; rebajó a menos de la mitad la corrupción; aplicó una eficiente gestión económica, que permitió construir magníficas infraestructuras y alcanzar el superávit presupuestario; y arrinconó a la ETA, ilegalizando sus terminales políticas, persiguiendo su financiación, desarticulando sistemáticamente sus partidas y, sobre todo, restringiendo o anulando la política de "negociaciones": hacia el final de su segunda legislatura se preveía el fin del grupo terrorista a plazo no largo.
Este último logro fue el de mayor trascendencia porque la ETA y las negociaciones habían asolado la democracia. El éxito pareció completo cuando el PSOE, liderado por Rodríguez Zapatero, aceptó esa política y propuso en 2000 el Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo. Desde su mismo enunciado, el acuerdo alarmó a los nacionalistas vascos y catalanes, que poco antes habían resucitado el viejo pacto entre ellos y con los gallegos, con vistas a minar más a fondo la unidad española. El hecho de que PSOE y PP resolvieran defender las libertades y derrotar a la ETA, parecía anunciar un efectivo enderezamiento de la deriva seguida durante tantos años. No obstante, el PSOE traicionó pronto lo firmado, iniciando tratos con los terroristas a espaldas de Aznar
La política exterior del PP procuró una relación estrecha con Usa e Inglaterra, firmeza con dictaduras como la castrista, acuerdos con Argelia frente a presiones de Marruecos –como la ocupación de la isla de Perejil, en 2002–, y con Polonia frente al eje París-Berlín. Aumentó el peso de España en la UE mediante el Tratado de Niza, de 2001.
Los aspectos cultural y social continuaron su deterioro. Persistió una "oferta cultural" abundante y mediocre y la escasez de talento. Una reforma de la enseñanza para combatir el elevado índice de fracaso escolar, analfabetismo funcional, etc., fue ruidosamente combatida por la izquierda, con argumentos populistas.
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Para acosar al gobierno del PP, Rodríguez empleó profusamente la movilización callejera, a menudo violenta, sustentada en informaciones dudosas, hasta rondar la desestabilización. Así contra la reforma educativa, o so pretexto de un derrame de petróleo en las costas gallegas, y con motivo de la guerra contra la dictadura irakí en 2003. El año 2001 el terrorismo islámico había destruido las Torres Gemelas de Nueva York, uno de los más rutilantes emblemas del poderío useño, matando a 2.800 personas. Washington, en respuesta, invadió Afganistán y derribó al régimen fundamentalista talibán. Y en 2003 atacó al dictador irakí Sadam Husein, sanguinario aunque no integrista, que ya en 1990 había ocupado Kuwait, dando lugar a una contienda con Usa y otros países occidentales, que derrotaron pero no derrocaron a Husein. Se acusaba a Husein de fabricar armas de destrucción masiva, y si bien este obstruía los controles al respecto, no había pruebas claras de su existencia, por lo que el objetivo real solo podía ser la eliminación del tirano acusado de genocida para imponer una democracia como barrera frente a Irán y el fundamentalismo islámico, y seguro para Israel.
Aznar tomó partido por el presidente useño George Bush, como el primer ministro británico Tony Blair, pero no envió tropas. La guerra levantó multitudinarias protestas por toda Europa, y el PSOE vio ahí una ocasión de desgastar a Aznar, pese a que Felipe González había participado con tropas en la guerra de 1990-91. El apoyo español era difícil de evitar una vez el PSOE había renunciado totalmente a la neutralidad, y Aznar pensaba que así ganaría mayor peso internacional. Con motivo de esta guerra, el PP volvió a demostrar su flaqueza intelectual e ideológica: esperó a que la lluvia de protestas escampara, sin hacer casi nada por convencer a la población de su postura.
La pronta caída de Husein pareció disolver los nubarrones, y cuando llegaron las elecciones, en 2004, el PP salió con una ventaja muy sustancial, gracias a los éxitos anteriores de Aznar. Las encuestas le daban al comienzo una probable mayoría absoluta en las Cortes. Aznar cumplió su promesa de no presentarse por tercera vez, imitando la norma useña para evitar tendencias despóticas, y dejó como sucesor a Mariano Rajoy, político gris y sin convicciones definidas, pero que parecía propio para un gobierno tranquilo que parecía asegurado. Sin embargo la campaña de Rajoy, puramente economicista, le hizo bajar rápidamente en las encuestas, y en vísperas de las elecciones su contrincante Rodríguez casi le alcanzaba.