Escribe Ricardo de la Cierva en la revista Chesterton:
“Si en sus demás títulos Pío Moa se nos muestra como un gran historiador, en este (“Años de hierro”) se revela ante todo como un gran escritor. Habla de las cosas más atroces y a veces las dice con una serenidad imperturbable, casi flema británica. No pierde la compostura ni la ecuanimidad ni por un momento. Y consigue con ello un estilo narrativo que me recuerda al de mi maestro Tucídides; aunque no es monocorde ni lineal sino pletórico de sentido y de armonía. Es un libro que se lee solo, y que no debe empezarse por la noche porque te quedas sin dormir (…) Se trata de un tomaco de 726 páginas apretadas que naturalmente he leído como historiador. Y les doy a ustedes mi palabra de historiador que en tantas páginas sobre una de las épocas más conflictivas de la historia de España, una época que yo viví de niño, de adolescente y de estudiante perenne, no he encontrado en el libro ni un error, ni una discrepancia seria, ni una tesis equivocada. Desafío a todos y a cada uno de los monstruos “rojoides” a que me indiquen un fallo, para contestarles cumplidamente”.
Bien, un elogio muy de agradecer por venir de quien viene. Ricardo de la Cierva ha sido seguramente el historiador más ninguneado y atacado no solo por la izquierda, sino también por buena parte de la derecha, empezando por aquel admirador del marxista Tuñón de Lara que fue Javier Tusell. Por supuesto, todos ellos están en su derecho de criticar a De la Cierva (o a un servidor) en los términos intelectuales más duros que puedan ocurrírseles. Pero ocurre que no es eso lo que han hecho, sino que han pretendido “erradicarlo de la universidad”, como decía una profesora más o menos progre. Lo mismo que Tusell, Espinosa y otros han pedido para mí la censura y últimamente algunos discípulos suyos piden ahora la cárcel. Esto refleja un talante no precisamente democrático, ni siquiera intelectual o académico, sino inquisitorial o, más apropiadamente, chequista. Ocurre también que los libros de De la Cierva se acercan mucho más a la verdad histórica que los de sus enemigos, que no críticos, afectados de lisenkismo agudo, como explicaba en La quiebra de la historia progresista.
No soy yo tan optimista como don Ricardo sobre la ausencia de errores en mi libro, pero apruebo totalmente sus últimas palabras: que estos erradicadores y censores renuncien a sus malas mañas y se dediquen a exponerlos, quiero decir, acepten un debate como es debido en una sociedad democrática y civilizada.
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"Hasta los contados españoles que viven aquí resultan más interesantes y más ricos que los de otros lugares del Extremo Oriente. El cónsul español, Julio Palencia y Tubau, hijo de un eminente comediógrafo y de una de las mejores actrices que tuvo nuestro teatro, está casado con una hermosa dama, nacida en Grecia, hija de un célebre político de dicho país. Este matrimonio de gustos artísticos, refinadamente intelectual, me invita a comer en su casa (una "villa" de frondoso jardín, cerca de la Concesión Francesa) con los principales individuos de la pequeña y prestigiosa colonia española, y escucho lo que me cuentan con verdadero interés, pues todos ellos, por su estado social, conocen a fondo el país.
"Uno de ellos, llamado Lafuente, es un arquitecto nacido en Madrid, que ha construido el Gran Hotel de Shanghai; otro, apellidado Ramos, es dueño de las mejores salas de cinematógrafo que existen en esta capital del placer; y Cohen (el millonario de la colonia) posee casi todas las ricshas circulantes en la ciudad, que ascienden a varios miles, lo que le proporciona un ingreso diario enorme, uniendo a tal industria otras de no menos consideración. Este es el elemento civil que tiene España en Shanghai. El religioso resulta aún más interesante.
Estoy sentado a la mesa frente a dos frailes que son al mismo tiempo dos hombres de acción, el padre Castrillo y el padre Cuevas, superiores de las misiones Agustiniana y Recoletana, existentes en China.
El padre Castrillo, con su barbilla gris en punta y su frente voluminosa de hombre de tenaces voluntades, me hace recordar a los héroes de la conquista americana en el siglo XVI. En Shanghai lo respetan como si fuese uno de los fundadores de la moderna ciudad, admirándole además por sus dotes de organizador y financiero. Adivinó el porvenir de este puerto antes que los ingleses, norteamericanos y todos los que explotan hoy sus negocios. Empleó los dineros de su comunidad (la de los agustinos del Escorial) en comprar terrenos alrededor del viejo Shanghai, en la peor de las épocas, cuando eran frecuentes las revoluciones y la sangre de enormes matanzas humanas corría por las riberas del río Azul.
Hoy la ciudad se ha ensanchado considerablemente y muchos de sus edificios principales son propiedad de la orden representada por el padre Castrillo. Éste goza de tal prestigio financiero y conoce tan a fondo a la población europea que vio formarse desde su primer núcleo, que los banqueros más importantes, ingleses, y norteamericanos, le piden informes y consejos en momentos de duda; y el fraile castellano, con su barbilla cervantesca, su sotana de simple clérigo y el sombrero de teja echado atrás sobre su cabeza voluminosa, va bonachonamente de un lado a otro, mirándolo todo con sus ojos que parecen distraídos y no pierden detalle. Basta cruzar con él unas palabras para convencerse enseguida de que es "alguien".
La conversación con estos dos representantes de la propaganda católica resulta de gran interés geográfico. El padre Cuevas, misionero de evangélica bondad y español entusiasta, me cuenta cómo envían todos los años el dinero y los objetos necesarios a las misiones establecidas en el interior de China. La palabra "interior" hay que apreciarla después de haber hecho memoria de la enormidad de esta nación, casi tan grande como Europa. Me hablan los dos religiosos de un amigo suyo que es obispo en no recuerdo qué ciudad situada junto a unas cataratas que sólo muy contados viajeros conocen. Para llegar a ellas hay que hacer un viaje por el río Azul y sus afluentes, que dura sesenta días. Ahora, con los decretos de la República, que favorecen el traje a la europea y permiten a los chinos la ablación de la trenza tradicional, pueden los misioneros católicos recobrar un poco de su aspecto religioso. En tiempo de los emperadores, iban vestidos de chinos y usaban coleta como los del país (...) Julio Palencia recuerda una visita que recibió hace algunos años en este mismo consulado, cuando era simple vicecónsul. Vio entrar una mañana en su oficina a un mandarín que le hizo varias reverencias al estilo del país y empezó a balbucear en español, con gran dificultad.
– Soy el padre Ibáñez, obispo de...
Y avergonzado por no encontrar palabras en su propio idioma para seguir expresándose, se le llenaron los ojos de lágrimas y dijo humildemente:
– Perdóneme, señor cónsul. Hace más de treinta años que no he tenido ocasión de hablar mi lengua.
(...) Esta ciudad bulliciosa y rica, que gobierna una junta de cónsules y todos llaman por su puerto y su negocios el "Londres del Extremo Oriente", guarda a un mismo tiempo los directores de la propaganda moral cristiana y los lugares de corrupción más ruidosos de Asia. He estado poco tiempo en Shanghai y siento el deseo de volver a ella, con preferencia a otras ciudades conocidas en mi viaje. Tengo el presentimiento de que estudiándola puede escribirse una de las novelas más interesantes y originales de la época moderna".
(Vicente Blasco Ibáñez, La vuelta al mundo de un novelista, en el año 1923).