Nuevamente, a su aguda crítica:
Desde un punto de vista amplio, el siglo XVII es crucial sobre todo por el nacimiento del pensamiento científico. Aunque la ciencia parece tan connatural al hombre como el arte, nunca antes, salvo más parcialmente en la Grecia antigua, se había establecido con la sistematicidad de este siglo, imprimiendo a la historia humana una extraordinaria aceleración en conocimientos y poder. El pensamiento científico amplió enormemente el dominio del hombre sobre el medio, facilitó invenciones y sería una de las bases de la siguiente etapa de la expansión europea, llegada a su cumbre en el siglo XIX.
Durante el siglo anterior figuras como el noble danés Tycho Brahe, y sobre todo el sacerdote católico polaco Nicolás Copérnico, avanzaron normas para la observación sistemática del universo. Copérnico, mediante cálculos cuidadosos, estableció que el sol no giraba en torno a la tierra, sino esta y los demás planetas en torno al sol. No era una idea nueva, pues ya en Grecia y aun en la antigua India y en el islam algunos habían especulado con ella, y durante la Edad de Afianzamiento se había planteado de manera ocasional en Europa. No obstante, se oponía tan crudamente al testimonio de los sentidos que parecía absurda, máxime cuando filósofos-científicos tan reputados como Aristóteles y Tolomeo habían establecido el geocentrismo, al que se había añadido una premisa algo mística: el universo se movía en torno a la tierra inmóvil porque en ella estaba el hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios. La idea de Copérnico encontró oposición protestante y fue aceptada como hipótesis por jerarquías católicas, pero luego las posturas se invertirían: los protestantes irían aceptando a Copérnico, y Roma terminaría por prohibir su obra. De no mediar la contienda religiosa, quizá Roma hubiera mantenido la actitud razonable de los primeros decenios.
Se suele citar la “revolución copernicana” como un cambio radical filosófico, psicológico y científico, por haber desplazado al hombre del centro del universo; pero antropocentrismo y heliocentrismo no son incompatibles: la humanidad será siempre el centro, por cuanto de sus capacidades y posición surgen las observaciones y teorías sobre el universo. Y cabe concebir un universo donde todos sus puntos fueran el centro, como sugería Nicolás de Cusa, o como en la superficie de una esfera.
El despliegue de estas ideas es bien conocido. Johannes Kepler perfeccionó las observaciones de Brahe y la teoría de Copérnico; pero si alguien merece llamarse padre del pensamiento científico es probablemente Galileo, no solo por sus invenciones y descubrimientos pasmosos, sino por haber sentado bases fundamentales de la concepción y el método científicos, entre ellas la sistematización del experimento o la noción, no nueva pero expuesta con la mayor fuerza, de que “el gran libro del universo está escrito en el lenguaje de las matemáticas”.
Contra versiones interesadas, Galileo disfrutó casi toda su vida del interés y apoyo de la jerarquía eclesiástica, nunca dijo eppur si muove, y su conflicto con la Iglesia provino más de su carácter altanero (seguro de sus teorías y de sus protecciones) que de una oposición entre ciencia y teología, o entre libertad de pensamiento y autoridad, como ha solido explicarse. La teoría heliocéntrica era entonces una hipótesis establecida sobre cálculos matemáticos, pero chocaba con la evidencia diaria y algún pasaje bíblico, y con escollos empíricos. Era inevitable que provocase controversia a medias científica y teológica, y sospecha de herejía so capa de estudio científico.
El papa Urbano VIII, preocupado por el asunto, pidió a Galileo, a quien protegía y admiraba, un informe con los pros y contras de las dos teorías, que daría lugar al celebérrimo Diálogo sobre los dos principales sistemas del mundo. Este, publicado en 1632, no era un simple informe sobre los sistemas geocéntrico y heliocéntrico, sino una apología del segundo y, para colmo, retrataba al papa en el personaje de Simplicio, defensor poco espabilado, como el nombre indica, del geocentrismo aristotélico. El Diálogo es una contribución al pensamiento científico, pero su demostración del heliocentrismo no era concluyente porque para ello precisaba introducir la rotación de la tierra, por entonces ignorada; y aducía la prueba falsa de que las mareas proceden de la traslación de la Tierra, fallo que notarían los inquisidores. Además de tratar con insolencia al papa, el texto insultaba a otros científicos, lo que le ganó nuevos enemigos. Siguió de allí un proceso inquisitorial que consideró herejía declarar o presentar como probable, la tesis de que el Sol, y no la Tierra, yace inmóvil en el centro del universo, por contrariar a la Biblia. La idea de un sol centro inmóvil del universo es a su vez falsa, aunque un avance sobre la geocéntrica. El tribunal prohibió las obras de Galileo y le condenó a él a arresto domiciliario (en su lujosa villa), aunque pronto se lo atenuó.
La condena a Galileo revela el miedo de la Iglesia a las herejías, pero también una postura en principio abierta a nuevas hipótesis, y probablemente las cosas no habrían llegado tan lejos de no mediar el choque personal. El católico Galileo era protegido y admirado por gran parte de la jerarquía eclesiástica, y aunque los jesuitas de Roma y otros le atacasen, polemizaban con él no solo en términos teológicos, sino también científicos. Galileo, por lo demás, no era una figura aislada, destacaba en un medio en que el interés por la ciencia crecía, y del que era buena muestra la Accademia dei Lincei, una de las primeras comunidades científicas europeas, escenario de los triunfos de Galileo, creada en Roma en 1603 con apoyo papal.
La ciencia parece nacer, por una parte, del sentimiento religioso, mezcla de maravilla y de miedo ante el mundo, ante la vida y la muerte, el paso del tiempo, etc., sentimiento motivador tanto de la especulación como de la observación. Con las civilizaciones, la observación y la especulación se refinaron, tratando de interpretar el gigantesco, variado y cambiante espectáculo del mundo en relación con la moral y viceversa. En algunas civilizaciones, como la griega, la especulación y la observación tomaron mayor vuelo y tono más abstracto. Otra raíz de la ciencia se encuentra en la observación utilitaria del entorno, con vistas a subvenir necesidades inmediatas, origen de la técnica.
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Si es así, junto con la ciencia y la técnica debió surgir una oscura y profunda intuición de sus peligros, que hoy percibimos con acuidad. Intuición “supraconsciente”, plasmada en mitos como el de Prometeo, por seguir la interpretación de Paul Diel. Prometeo (el Previsor), alegoría del ser humano, es un titán, ligado a la tierra y rebelde al espíritu, proclive a reducir sus aspiraciones a las satisfacciones terrenas o materiales. El titán que el hombre lleva dentro enseña la técnica y a engañar a los dioses, es decir, la técnica ajena a la moral. Pero la capacidad de previsión titánica tiene corto radio, limitación representada en Epimeteo (el Imprevisor), hermano de Prometeo, es decir, su otra cara. Zeus, --la ley moral--, castiga al titán encadenándole a una roca (a la materia, a la trivialidad), castigo implícito en la opción exclusiva de Prometeo por los deseos terrestres, y enviándole un águila que le come el hígado, símbolo del remordimiento por la traición al espíritu. Completa el relato la intervención de Pandora (irónicamente, Donadora de todo), hecha de barro, nueva alusión a la tierra sin espíritu. Simbolismo parejo puede encontrarse en la historia de Adán y Eva. Materia y espíritu son dos conceptos intuitivos de ardua definición, pero con los cuales es posible entenderse.
Lo nuevo del siglo XVII, pues, no es la ciencia o la técnica, practicadas de modo por así decir instintivo, sino el pensamiento científico entendido como conjunto de normas y conceptos aproximadamente sistemáticos para adquirir un conocimiento seguro. La observación del medio es una base de la ciencia, pero conduce a frecuentes errores: de modo desconcertante, los sentidos suelen engañarnos, al igual que las emociones y las pasiones. Y la misma razón que ordena la experiencia partiendo de principios generales supuestamente sólidos, a menudo retuerce los datos de la experiencia para adaptarlos a aquellos principios, o los pasa por alto si no concuerdan con estos.
Fue en Grecia donde de forma explícita se planteó el problema de cómo alcanzar verdades firmes, no dudosas ni opinables. Platón concluyó, por analogía con la geometría y las matemáticas, que existe otra realidad más allá de la confusa e insegura que nos ofrecen los sentidos: un mundo de entes ideales o “ideas”, de los que el mundo habitual sería una copia grosera. Así, la observación perdía valor, ya que la lógica interna de las “ideas”, a semejanza de las matemáticas, produciría un grado de certeza muy superior al de cualquier dato directamente observable. El valor de las matemáticas para alcanzar un conocimiento no opinable es una de las grandes concepciones de la ciencia, pero la teoría de las Ideas funcionaría peor, pues, como señaló Aristóteles, no explicaba cómo del mundo eterno e impalpable de los entes ideales podía salir el mundo sensible y mutable, por lo que el primero es innecesario para explicar el segundo. Con lo cual la observación empírica del mundo sensible volvía al primer plano. Al final, los dos enfoques, formalmente opuestos, resultarían complementarios.
La cuestión del conocimiento seguro (“científico”) despertó menos interés en Roma, cuyo genio sintió poca atracción por especulaciones de aire tan escasamente práctico, y prefirió ocuparse de la técnica, la ordenación social y el destino humano. Luego, las circunstancias de la Edad de Supervivencia europea permitieron poco más que salvar parte del legado anterior en medio de un peligro constante de ruina. Es en la Edad de Asentamiento cuando resurgen muchas cuestiones de la cultura grecorromana, dando lugar a un pensamiento nuevo, original, sobre el mundo, la razón y la fe, la razón y la experiencia, las matemáticas y el mundo, Dios y el hombre, etc., aparte de invenciones y difusión técnicas. Este movimiento religioso e intelectual abocaría por una parte a la crisis religiosa del siglo XVI, y por otra a la concreción del pensamiento científico en el XVII. Cuando se destaca la ruptura entre la ciencia moderna y las concepciones medievales, suele oscurecerse la continuidad entre ambas, pues el pensamiento científico no habría cuajado sin las intensas especulaciones y disputas escolásticas.
En el siglo XVII se formulan, pues, las condiciones intelectuales necesarias para alcanzar verdades indudables, y no meras opiniones, respecto del mundo y del hombre mismo. Así lo plantea Descartes, como un método, casi como una máquina intelectual productora de certezas, semejante en alguna medida al Ars Magna de Ramón Llull… que Descartes despreció, aunque el propio método cartesiano también resultase poco productivo. Suele describirse el método científico como una serie de pasos: observación de hechos, hipótesis sobre lo observado, predicción de resultados o efectos posteriores, experimentos que confirmen (o no) esas predicciones, y teorización más amplia que encaje las conclusiones particulares en un orden más amplio. En la concepción de Platón y en la predominante hasta entonces, predominaba el método deductivo o racionalista, por el que se alcanzaban verdades particulares desde principios generales. Ahora, el método se invertía en parte, induciendo de lo particular lo general, de los datos observados las hipótesis. Pero este método no es puramente inductivo, ni equivale a una máquina de adquirir certezas, ni deja de lado la especulación: la acumulación de datos no genera por sí sola hipótesis válidas, sino que estas incluyen una especulación implícita, que a su vez condiciona en alguna medida la selección de datos. De hecho, la mayoría de las hipótesis resultan falsas e interviene en ellas la personalidad de quien las hace: los grandes científicos escasean, como los grandes artistas.
El pensamiento científico prima la observación empírica, refinada en el experimento sistematizado y la cuantificación y medición exactas, y relega en apariencia a la razón; pero tampoco puede prescindir de esta. Las observaciones e hipótesis conducen a la razón que las ordena y relaciona lógicamente, aunque ya no en principios inamovibles. A pesar de que la razón, necesidad de ordenar los datos del mundo para entenderlos, haga que con frecuencia nos aferremos a la teoría y menospreciemos o dobleguemos a ella los datos incómodos, sigue siendo necesaria, pues sin ella los datos e hipótesis se presentarían como un caos indescifrable.
El filósofo inglés Francis Bacon estableció normas que permitieran acceder a un saber objetivo eliminando los “ídolos”, es decir, los prejuicios individuales y sociales, las emociones, el lenguaje equívoco o el argumento de autoridad religioso, filosófico o político. Bacon tiene expresiones como que “Cuanto más contradictorio e increíble es el divino misterio, mayor honor se hace a Dios creyéndolo”, o “un poco de filosofía inclina al ateísmo; una filosofía más profunda devuelve la religión”. Sin embargo define cierto ideal científico típicamente prometeico y tecnicista, enormemente influyente en el mundo anglosajón.: “El conocimiento es poder”; “La imprenta, la pólvora y la brújula han cambiado la faz de la tierra (…) Nada ha ejercido mayor influencia en los asuntos humanos que estos tres inventos mecánicos”. Imaginó una Nueva Atlántida, utopía organizada en torno al conocimiento puro y aplicado, movida por el afán de adaptar el mundo al gusto e interés que supone propios del ser humano. A esa sociedad le atribuye, algo arbitrariamente, el summum de la “generosidad e ilustración, dignidad y esplendor, piedad y espíritu público”. Consecuencia lógica de esas ideas era la extirpación de las personas y grupos reacios a ellas, y Bacon, hombre coherente, propugnó una “guerra santa” para aniquilar en el mundo a cuanto se opusiera a su modo de entender la civilización; tarea que, como ultranacionalista inglés, consideraba un “honor divino” destinado a Inglaterra. Proponía por ello, entre otras cosas, la guerra a España, cuya actitud personaliza en Séneca: resignación ante los accidentes y hechos desagradables de la vida, que él creía esencialmente superables mediante la invención técnica.
El nuevo pensamiento desvinculaba las teorías científicas de los principios morales y anulaba la misma noción de finalidad, la “causa final” aristotélica. De ahí brotaban problemas que se harían conscientes con el tiempo: ¿Hasta dónde sería posible obtener certezas científicas? ¿Estaría todo el universo y el ser humano al alcance de ellas? Ante lo ajeno de la materia inerte, algunos pensadores habían concluido que el hombre debía renunciar a entenderlo, y concentrar el esfuerzo intelectual en la vida y el propio ser humano; y sin embargo la vida y el hombre resultarían mucho más difíciles de investigar y entender que la materia inerte. ¿Iría la ciencia reduciendo con sus certezas el mundo opinable, hasta acabar con él, o bien existiría un doble mundo, uno asequible a las certezas científicas y otro sujeto por su naturaleza al yugo de la opinión y de un cálculo de probabilidades demasiado amplias? El método parecía implicar la idea de un mundo consistente e inteligible por sí mismo, sin necesidad de una intervención exterior, de un Creador, que poco a poco iría pareciendo a muchos una “hipótesis innecesaria”. ¿Reflejaba ello la realidad del mundo o era solo una exigencia metodológica? Lo mismo cabría decir de la exclusión de la finalidad, y por tanto del sentido, ¿respondía ella solamente al método, o exponía la naturaleza real del mundo y de la vida? Aunque tardó mucho tiempo en oponerse la religión a la ciencia, los prodigiosos resultados del pensamiento científico sugerían que la misma idea de sentido de las cosas era un mero prejuicio, por lo que el mundo perdía todo lazo con las cosmologías religiosas y con los imperativos morales, quedando privado de cualquier finalidad, y la propia vida parecía convertirse en una veloz carrera hacia ninguna parte.
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Se ha popularizado la idea de que el cristianismo rechazó la ciencia, y que esta solo pudo consolidarse deshaciéndose de ligaduras religiosas. Pero si bien el pensamiento científico se conforma apartándose un tanto de la filosofía y de la religión, no puede ser casual su nacimiento en la Europa católica y protestante, ni la contribución a la ciencia, en todo tiempo, de eclesiásticos y personas de espíritu religioso. Probablemente ello provenga de la relativa separación entre el poder espiritual y el temporal, y entre la fe y la razón. Una postura escolástica adjudicaba a la fe el acceso a verdades religiosas, y a la razón el acceso a verdades de tipo más mundano. El pensamiento científico desciende sin duda de la relevancia otorgada a la razón, pero va un paso más allá y parece relegar a la misma razón a una posición complementaria, auxiliar de la investigación empírica.
Si el pensamiento científico surgió en la Europa católica y en la protestante, pronto ganó mayor impulso en la segunda, especialmente en Inglaterra, como testimonian los éxitos de Isaac Newton, acaso el mayor científico de todos los tiempos, y la fundación de la Royal Society, mientras la Academia dei Lincei se paralizaba. Newton, entre otras muchas cosas, llevó a su mayor generalización los avances de Copérnico, Kepler y Galileo, estableciendo las leyes del movimiento y la ley de la gravedad, una desconcertante fuerza de atracción entre los cuerpos inertes que explicaba tanto la caída de los cuerpos pequeños, a partir de cierta distancia, hacia el centro de la tierra o de otros astros, como la estabilidad del sistema planetario. A partir de ahí la comprensión del universo dio un paso de gigante. A la cuestión de por qué se atraían los cuerpos replicó con la frase Hypotheses non fingo, dando a entender que la ciencia se ocupaba de los hechos y las relaciones entre ellos, no de sus causas; pero la pregunta era científica, y Newton dedicó, algo en secreto, considerables y no fructíferos esfuerzos a dilucidar la cuestión. No tuvo menos trascendencia la constitución de una comunidad científica que al principio despertó considerables burlas, la Royal Society para el estudio de las ciencias naturales, a la que perteneció Newton, establecida en 1660, año de la restauración monárquica algún tiempo después de muerto Cromwell. La Royal Society ha sido probablemente la asociación científica más importante de la historia.
El hecho difícil de explicar, es que, pese a la decisiva contribución de la católica Italia y de eclesiásticos a la formación del pensamiento científico, el mundo católico, con excepción de Francia, quedase retrasado con respecto al protestante. Una causa podría radicar en el mayor énfasis dado a la fe en el protestantismo, que excluía a la razón y la libertad humana, pero con ello abría, paradójicamente, un campo mayor a la especulación mundana. El modo como el protestantismo abordaba la religión abría también un flanco mayor que el catolicismo a posturas ateas o agnósticas, al separar la fe de la vida práctica por cuanto la voluntad de Dios quedaba inaccesible al ser humano: al final, la religión podía reducirse a una hipótesis innecesaria.
Derivaciones del pensamiento científico fueron el fortalecimiento de las corrientes ateas y el agravamiento del viejo conflicto entre razón y religión. Desde el siglo XVII y sobre todo desde el XVIII, creció en Europa un movimiento contrario a sus raíces y tradiciones religiosas, sin precedentes en otras civilizaciones. Esta corriente llegaba a transformar la ciencia en una nueva religión, con una fe apasionada en la redención del hombre en este mundo y a través de la técnica, yendo unos pasos más allá de Bacon.
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Otro problema histórico es el de por qué no tomó cuerpo en España el pensamiento científico, pues el país quedó bastante más retrasado que Italia, no digamos que Francia. El atraso no guarda relación, desde luego, con la expulsión de judíos y moriscos, como sigue sugiriéndose con tinte racista: dichas expulsiones, más la desconfianza hacia los conversos y su postergación por los estatutos de limpieza de sangre, habría aniquilado la potencia intelectual de España; aunque, contradictoriamente, los numerosos talentos que produjo el país entonces, y que no pueden ignorarse, serían casi todos…¡conversos! Al parecer la “raza” española daba para muy poco.
Más habitual es achacar esa deficiencia a la Inquisición, pero los hechos indican lo contrario. La Inquisición no persiguió a científicos, más bien los protegió. En España no fueron prohibidos Copérnico o Kepler, sino aceptados y enseñados en Salamanca y probablemente otras universidades, por intervención del inquisidor Juan de Zúñiga, que incluyó expresamente el sistema copernicano en los programas universitarios y creó estudios de matemáticas de cierta consideración. Lo mismo ocurrió con Galileo, a pesar de las condenas de Roma, pues se argumentaba que estas reflejaban solo la opinión de algunos cardenales y no la del papa, que no había firmado las prohibiciones y menos aún hablado ex cátedra (Galileo pensó instalarse en España cuando empezaron su problemas romanos). Tampoco se prohibieron los trabajos científicos de Leibniz o Newton, ni las obras de filósofos como Spinoza o Hobbes. Nunca se condenó a muerte a ningún hombre de ciencia ni se quemaron sus libros (cuando en París en pleno siglo XVII fueron quemados, con todos sus escritos, varios intelectuales de prestigio, como lo fue Miguel Servet en Ginebra o Giordano Bruno en Roma). Solo dos escritores relevantes sufrieron persecución inquisitorial, relativamente suave por lo demás: fray Luis de León y el sacerdote helenista Juan de Vergara (algo más de un año recluido en su convento). Diversos inquisidores, debe recordarse, promovieron la formación de bibliotecas y la publicación de libros científicos, como el antes citado Vicente del Olmo, secretario inquisitorial, autor de estudios epigráficos, que editó la Geometría especulativa y práctica de los planos y de los sólidos, y Trigonometría con resolución de triángulos planos y esféricos, del matemático y astrónomo valenciano José de Zaragoza, y él mismo escribió una Nueva descripción del Orbe de la Tierra.
Por otra parte, España, con Portugal, se había adelantado un siglo al resto de Europa en la exploración del mundo y en la colonización, tareas seguidas de estudios científicos sobre la naturaleza, la historia y la etnología de los nuevos territorios, tales como la Historia natural y moral de las Indias, de José Acosta, donde expone observaciones zoológicas precursoras en alguna medida del evolucionismo, o el Sumario de la Natural historia de las Indias, de Gonzalo Fernández de Oviedo… Hubo avances apreciables en la construcción naval, cartografía, laboreo de minas, y metalurgia; el capitán Blasco de Garay inventor muy notable de tiempos de Carlos I, diseñó diversas máquinas, posiblemente una que utilizaba el vapor para la navegación, lo mismo hizo el ítaloespañol Juanelo Turriano, y algunos miembros de la Escuela de Salamanca se plantearon problemas físicos sobre el movimiento, que desarrollarían Galileo y Newton. Además, el país disponía de una buena red de universidades, que amplió a América y las Filipinas, y de un número elevado de personas instruidas. En realidad, el ambiente era notoriamente liberal en relación con los estudios científicos, y las condiciones materiales eran tan buenas como en cualquier otro país. Ciertamente la economía y la población declinaron, pero ello no tenía por qué anular la acción de minorías despiertas e inteligentes que afrontasen los retos. Lo cual vuelve más extraño el hecho de que, como resume el matemático italiano Libri, “la única gloria que Dios ha negado a España hasta ahora ha sido un gran geómetra”, entendiendo por tal un matemático o un científico.
Quizá esta limitación, que tanto habría de contar en la decadencia hispana, obedeciera al carácter más romano que griego de su cultura, si bien debe señalarse que tampoco fue nunca muy destacada la atención a la técnica, incluida la tecnología militar, que tan relevante papel ejerció en la época en Europa. Muy posiblemente el retraso español naciera del hecho de que el pensamiento científico fuera desplegándose por unos pocos países de Europa –y en pequeños círculos de aficionados— en una época en la que el declive de España se transformaba en decadencia. En el siglo XVI la sociedad española se había enfrentado con éxito a grandes desafíos, pero a lo largo del XVII se sentía desbordada por ellos. Ello ocurría en parte por efecto del mismo éxito anterior, que se intentaba mantener con una caricatura de las viejas virtudes, y en parte por la repulsión a los nuevos factores en que destacaban y que daban poder a las potencias rivales. Uno de esos factores era precisamente el desarrollo científico y tecnológico. Más que un problema de condiciones materiales volvemos a encontrar una deficiencia de actitud o mentalidad que impedía abordar esas condiciones con alguna audacia o imaginación; una mentalidad contraria a novedades (novedad, no verdad, se decía con vacuo juego de palabras). La decadencia española se traducía, en el terreno intelectual, en incapacidad para plantearse nuevos problemas, en erudición vacua y en la concepción de la alta cultura como un simple medio de promoción y lustre social o profesional, sin excesivo interés por ella misma. Rasgos no inevitables pero bien visibles en la sociedad de finales del siglo. El espíritu parecía haber abandonado a España.