Pocos mitos más expresivos de la condición humana que el del del paraíso y el pecado original, que narra, cabe suponer, el paso de la animalidad al ser moral que es el hombre. El animal está expuesto a muchos males, pero se comporta según su instinto, es decir, siempre obra "bien", de modo inocente y automático (el paraíso). Esa inocencia se pierde al ingresar en el mundo del bien y el mal, el mundo de la culpa, sin por ello perder una parte del instinto.
Ese mundo, el mundo moral, es muy inquietante, no ofrece descanso y nos desconcierta: el bien y el mal no aparecen como cosas claramente discernibles, se transforman a menudo uno en otro, lo que parece un bien a corto plazo puede resultar un mal en plazo lejano, y viceversa, y a menudo nos es imposible distinguirlo, porque nuestra capacidad de previsión es siempre muy limitada. El hombre hace un gran esfuerzo por sujetarse a normas morales que le orienten en la vida, pero incluso las normas mejor elaboradas y más convincentes resultan no pocas veces inaplicables en la práctica, porque la vida resulta inasible y cambiante. Además, esas normas chocan a veces con instintos poderosos, se vuelven inoperantes u obsesivas, atormentan al individuo multiplicando su culpa, o bien son abandonadas para caer en una falsa animalidad instintiva, no menos insatisfactoria.
Por ello el ser humano está expuesto a la tentación de identificar el bien y el mal de una vez por todas (comer de la fruta del árbol de la ciencia del bien y del mal), de tal modo que pueda escapar al tormento de la responsabilidad y comportarse bien automáticamente, al modo de los animales. Es decir, la tentación de una vuelta al paraíso que nos ofrecen todas las ideologías y utopismos: ellos creen haber identificado la raíz del mal, la ignorancia, y por ello ofrecen la capacidad de destruir esa raíz y construir un mundo sin mal, por tanto sin culpa, donde el hombre descanse de su prolongadísima responsabilidad: el fin de la historia, la ignorancia superada,"seréis como dioses", Pero todas las experiencias terminan en lo mismo: un mundo sin libertad, una parodia de animalización y enormes desastres, con final e inmenso aumento de la culpa.
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****Los villancicos alemanes son seguramente los más espirituales:
http://www.youtube.com/watch?v=lV191lFjkzs
**** Núñez Feijóo confía en "enganchar a la mayoría" de gallegos al "proyecto" del PP
¿Y cuál es el proyecto del PP? Simplemente el de ser ellos quienes disfruten del poder, en lugar de los sociatas o separatistas... para hacer aproximadamente lo mismo. El lenguaje traiciona a estos jetas: "enganchar", el "gancho", es decir, el timo.
**** "No es decente dudar del gobierno", dice la Pajín. Otra cosa no tendrá, pero la chica sabe hacer chistes.
**** Rubalkaba usa la masacre de Bombay para reírse de Aguirre: "Estaba en el hotel más caro"
El Ruba, cuando va de viaje oficial, duerme en las pensiones más cutres, para dar ejemplo, hombre sobrio cual buen gudari. Ya saben el lema del buen gudari: "Rindámonos antes de que sea tarde". Los demás gudaris del Charlamento de "Euskadi" le reían las gracias, muy contentos.
**** Condenan a una profesora por llamar a sus alumnos "analfabetos", "deficientes" y "gilipollas"
Muy bien condenada. Si hubiera dicho: "El gobierno y los profesores progres os convierten en analfabetos, deficientes y gilipollas", nadie podría quitarle la razón.
**** El candidato oficialista impugna el congreso del PP de Alicante, que ganó Ripoll
Lo de siempre: si hubiera perdido Ripoll se habría eclipsado; pero los "demócratas" persisten. Como las bandas de burócratas de la UE: ¿les sale mal el referéndum de Irlanda? No importa: lo repetirán hasta que salga a su gusto. Le llaman democracia. Los golfos.
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(De La Vía de la Plata)
Saliendo del museo, el de la mochila encamina sus pasos a la Vía Paisajista, que trepa por unos cerrillos empinados y terrosos, llamados "cabezos", situados por la expansión urbana en el centro de la ciudad. Harían bonitos parques y miradores, pues destacan airosamente sobre las llanadas y ríos en torno... o destacarían si no los ahogaran bloques de casas demasiado altos. Al visitante le parece una lástima no sacar partido al relieve natural del suelo. Pero el urbanismo ha embestido también a los cabezos, recortándolos o allanándolos. Colinas endebles, se han derrumbado a veces sobre los cortes y las personas.
El lector irá notando que el caminante tiene alma de reformador o cosa por el estilo. ¡No puede evitarlo! Una manía inofensiva y en el fondo disculpable; él, al menos, prefiere creerlo así. Además, como nadie va a hacerle caso...
Al llegar en el tren, Huelva se le presentaba como una sucesión de depósitos o almacenes de gente, glorias de nuestro tiempo. Por contraste, los barrios viejos retienen la ancestral gracia mediterránea, aunque no son muy antiguos. El terremoto deLisboa, el año 1755, asoló Huelva y la reconstruyeron sin alardes.
Deambulando de aquí para allá, contemplando algún edificio recomendado, retardándose en la plaza de la Merced con su modesta catedral barroca, el viajero va a dar a la plaza de las Monjas, alargada, con palmeras y un rectángulo central para paseantes o descansantes. Un joven pinta en el suelo con tizas de colores, copiando una foto de un folleto turístico. A su lado, un compañero pide dinero. Orondas señoras de paso a la compra recompensan al artista con unas monedas. Es mediodía. Varios ancianos toman el sol y grupos de muchachos se aburren en los bancos. Un caballero flaco, de mediana edad y atezada calva, va y viene con rapidez y soltura, sin cansarse, canturrea a media voz. De vez en cuando para y enciende un pitillo. Escupe a menudo, y la expresión de su rostro delata que se va contando sucesos felices.
Hay otras cosas a visitar en Huelva: el paseo del Conquero,de hermosas vistas, el santuario de la Cinta, con una antigua pintura de la Virgen, o la colonial plaza de San Pedro. El viajero las conoce de leídas, pero, sentado en la plaza de las Monjas, percibe cómo el aire va llenándose del tufo dulzón y desagradable de alguna fábrica de celulosa, y resuelve dejarlas de lado. Toma la mochila y emprende el camino a La Rábida.
Al abandonar la plaza se sorprende de que los muchachos de la pintura en el suelo no le hubieran rememorado en absoluto que él había vivido de lo mismo, veinte años atrás. No muy dotado para el arte, se había especializado en la sirenita de Copenhague. Había llegado a pintarla pasablemente, y ella le había sacado de apuros en la ciudad danesa, y en Hamburgo, Ostende, Toledo, Torremolinos, Lisboa y otros lugares. Tenía entonces dieciocho años y le había dado por vagabundear un poco. Sus colegas de ahora, en Huelva, sólo le habían despertado una vaga curiosidad y no les había soltado cinco miserables duros. Vacila un instante en volverse... "¡Bah, qué más da!".
El sol ya pega un poco. Bajando hacia el río, el viajero compra fiambre y fruta en una tiendecilla. Luego pasa junto al resto del viejo y alto muelle sobre pilotes, único en España, construido por los ingleses para embarcar los minerales de Ríotinto.
Desde allí, el agua a la derecha y la tierra compiten en nivel y planicie. El río permite a duras penas la también plana isla de Saltés. El de la mochila ha leído por ahí que el lugar tentó también a los vikingos, como la jugosa región del Guadalquivir y la Jacobslando Galicia. Pero aquellos osados aventureros no tuvieron mucha suerte aquí.
En Galicia y el Guadalquivir sufrieron descalabros, si las crónicas no mienten. En Sevilla quedaron algunos de ellos cautivos de los musulmanes, y revelaron talento en el arte de hacer quesos.
A la izquierda, sucesión de grandes fábricas durante unos cuatro kilómetros. Entre ellas y la ría va la carretera, soporte de retumbantes camiones. Bajo el pavimento cruzan tuberías que vierten al agua líquidos oscuros y otros con el blancor opaco de la muerte. Lodos negruzcos, de brillo oleoso, sobre la orilla El caminante admira las elevadas estructuras metálicas, chimeneas y naves industriales, aspira los olores acres de sus productos y el vibrante y sordo rugido con que las máquinas expresan su potencia infatigable. Le recuerdan viejos tiempos de Bilbao, cuando trabajaba de peón en los astilleros, y los encuentra agradables.