En Época
Nuestros gobernantes y gobernantas se interesan mucho en la masturbación y, más ampliamente, en la educación sexual. No se sabe bien si porque se consideran mal educados en ese terreno y quieren que los demás lo estén mejor o si, por el contrario, se creen muy bien educados y se ofrecen –modesta e implícitamente– como modelos. En cualquier caso deberían explicar al público ya sus frustraciones, ya éxitos sexuales, pues nada hay como predicar con el ejemplo. Cuando sacaron aquellos anuncios de "póntelo, pónselo", todos echamos de menos a los ministros y ministras de turno explicando en televisión cómo el condón les había librado del sida, la sífilis, las purgaciones y esas cosas, porque, liberados-as como son, su manejo del tema les habría hecho pillar de todo, inevitablemente, de no ser por el salvífico condón. Y después de aclarar con palabras su apasionante historial en cosas de sexo, deberían haber pasado a los actos, mostrando al inculto público cómo funciona en la práctica lo del póntelo-pónselo, porque aquí la teoría sin práctica sirve de poco: sería como el cura que apremia a rezar pero jamás se le ve haciéndolo; o como un intelectual que recomienda leer y nunca aparece con un libro. Sin el ejemplo visible, esas educaciones suenan a charlatanería, y el gobierno debe ser consciente de ello.
No hablo en broma. Por pura coherencia lógica y digamos ética, ministros y ministras tendrían que exponer pedagógicamente, ante las cámaras, cómo se lo montan, y no pagar a cuatro "estrellas" del porno para ello. Aquí las estrellas son los políticos y las políticas, que promueven esas cosas con dinero que no es de ellos, por cierto. Si bien, tal como cunde por los partidos eso que llaman corrupción, tales monetarismos han llegado a hacerse normales. El dinero público, teorizó una pensadora del gobierno, no es de nadie, así que ¿por qué no iban a apropiárselo ellos-ellas? Marica el último, digo heterosexual el último-a. Es más, la educación sexual podría completarse con una educación económica en ese sentido. Porque ambas se complementan, y nadie puede ignorar el lado económico del sexo, del que tanto saben y tan bien se les da a nuestros políticos-as.
Claro que, piensan algunos, la política no debía meterse en la vida privada, no digamos íntima, de la gente, y un señor llamado Isaiah Berlin habló de la libertad negativa, que podría definirse como el derecho del ciudadano a que los políticos no se entrometan, con buena o mala intención, en tales asuntos. Porque yo no puedo dudar de la buena intención de los ministros y ministras tan dedicados al dinero público y a la sexualidad de los niños, masturbarlos y demás; y no puedo dudar, si ellos me lo dicen, de que su sexualidad ministerial es estupenda, de que se lo pasan muy bien y viven un sexo pleno y feliz, de que el condón les salva y ellas abortan a troche y moche sin el menor problema, haciendo uso de sus derechos. O de que el dinero que dedican a esas cosas y a sí mismos, se lo concede la población con el mayor de los gustos, solo por verlos tan contentos. Pero, aunque todo eso sea indudable, ocurre que mucha gente, posiblemente retrógrada, tiene otras opiniones sobre la sexualidad, sobre el uso del dinero público, los límites de la política, etc. Y en una democracia –siempre incómoda– los políticos-as deben tener en cuenta y respetar las opiniones discrepantes, y moderar sus entusiasmos sexo-crematísticos, limitándolos a su clientela de partido y sin imponerlos a toda la población.
Como fuere, opino que, para sus cofrades de partido y con fondos del mismo, deberían realizar los honorables y honorablas miembros y miembras del gobierno y la gobierna unas sesiones televisivas de instrucción sexual: resultarían divertidas (¡imagínenlo!) y los vídeos tendrían demanda internacional y la consiguiente entrada de divisas. Sugiero al gobierno que lo piense: ¡se forraba!
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**** Al reivindicar a Negrín, Zapo y su banda hacen el más perfecto autorretrato que podría esperarse.
**** Qué cosa tan distinta, los ingleses y los españoles anglófilos.