Hay dos aproximaciones básicas a la guerra civil. Una de ellas insiste en la cuestión de la democracia: las izquierdas impusieron una legalidad sectaria, y luego se sublevaron contra ella en octubre de 1934, después de que el pueblo diera la victoria a la derecha en las elecciones del año anterior. Ello hizo imposible la convivencia, sobre todo porque en 1936 ganaron en diputados –aunque no en votos— los mismos que se habían sublevado contra un gobierno democrático en 1934 o habían apoyado políticamente la sublevación. Todos los cuales volvieron a vulnerar la ley masivamente haciendo planear de nuevo una creciente amenaza revolucionaria sobre el país. En estas circunstancias, la derecha se vio obligada a rebelarse a su vez, casi a la desesperada. La convivencia se había hundido debido a las actitudes antidemocráticas de la izquierda, y la causa de la guerra civil no se encontraría en un peligro fascista, sino en el revolucionario.
La otra aproximación deja la democracia en un plano derivado o secundario, e incide ante todo en la cuestión “social” y económica: la crisis económica o la “injusticia social” como causa de la inestabilidad y la violencia laboral, el problema agrario, el “odio del pueblo” al ejército y al clero, el hambre etc. Este modo de pensar está muy extendido en la izquierda, y participa de él muy ampliamente la derecha. Entonces, los principales responsables de las lacras económicas y sociales del país eran las derechas, cuya resistencia feroz a las reformas propuestas por la izquierda para mejorar las condiciones de vida de los trabajadores habría terminado cuajando en el levantamiento de julio de 1936. Habría, pues, en la guerra civil, un conflicto fundamental “de intereses de clase”, y la democracia, en definitiva, sería una cuestión “formal”, no muy relevante, cuyo contenido práctico estaba en dichos intereses. Unos partidos representarían los intereses de los obreros, o del pueblo, o de Cataluña o Euzkadi, etc.; y otros, los de la oligarquía reaccionaria, la pequeña o la media “burguesía”. Enfoque básicamente marxista, y mantenido, curiosamente, no sólo por las izquierdas, como he indicado. Ya casi nadie dice, claro está, que la democracia es un simple encubrimiento jurídico de la explotación capitalista, pero en cambio se sostienen las premisas que llevan a esa conclusión. De ahí parte toda la interpretación de los Tuñón de Lara, Preston, Jackson, Juliá y tantos otros, muy aceptada en amplios círculos académicos derechistas, horrorizados de pasar por “reaccionarios”.
La interpretación “socioeconómica” es, desde luego, radicalmente antidemocrática. Pero eso no sería un defecto si no fuese, además, radicalmente falsa. No existen partidos “de la oligarquía”, como tampoco “de la clase obrera” o “del pueblo”. Baste observar que había no menos de cuatro grupos que reclamaban la exclusiva de la representación del proletariado (el PSOE, la CNT, el PCE y el POUM, quizá alguno más), y que entre ellos, como es sabido, se persiguieron y asesinaron con la mayor brutalidad. O que al partido de la “oligarquía reaccionaria”, la CEDA, le votó una parte del pueblo mayor que a ningún otro partido, tanto en 1933 como en 1936. No es ahora cuestión de desarrollar estos temas, baste señalar que la historiografía cultivada mayoritariamente en los últimos treinta y tantos años en España y otros países está contaminada por ese enfoque, y no saldrá del atasco mientras no lo supere críticamente.
Un planteamiento más racional sería el siguiente: ante los problemas económicos y sociales característicos de una situación histórica, los partidos y los políticos ofrecen tales o cuales soluciones, cuya validez se revela por sus resultados, y no por metafísicas representatividades “de clase”. Conviene insistir en ello, porque el prejuicio de raíz marxista se sigue manteniendo con extraordinaria fuerza, incluso entre personas que se proclaman antimarxistas, y por supuesto no sólo en relación con la guerra civil. Es un prejuicio que lleva directamente a la destrucción de la democracia, porque la legitimidad de los partidos no estaría en las urnas o en la opinión pública, o en el mantenimiento de las libertades, sino en esas supuestas representatividades “de clase”.
Otro defecto grave de esa interpretación, en el plano académico, es que destruye el sentido crítico y el respeto a los hechos, los cuales se hacen entrar con calzador en el esquema. Por ejemplo, cualquier observador mínimamente objetivo percibe que las propuestas y soluciones aportadas por las izquierdas durante la república invocaban constantemente el interés de los trabajadores, pero no trajeron casi ningún beneficio a éstos. El paro y el hambre aumentaron con rapidez, y se paralizó la iniciativa privada, empeorando, en vez de mitigarse, los efectos de la depresión económica mundial. También es fácil observar el continuo ataque de las izquierdas a las libertades, pese a llenarse la boca de “democracia”. Azaña llegó a la política con la convicción de que sólo los republicanos de izquierda tenían “títulos” para gobernar, por lo cual intentó dos golpes de estado al perder las elecciones en 1933, y cuando volvió al gobierno, en 1936, anunció triunfalmente que el poder no saldría ya más de manos de los suyos. Pues bien, Azaña era uno de los políticos más moderados de las izquierdas, lo cual permite imaginar a los otros, y entender por qué la derecha hubo de sublevarse para no sucumbir (Hoy, conocido el resultado de la contienda, parecía predestinado el triunfo de los sublevados, pero no fue así: estuvieron muy cerca de ser completamente aplastados en las primeras semanas, y sin duda lo habrían sido si Franco no hubiera establecido el puente aéreo sobre el estrecho de Gibraltar). Hechos como éstos desmienten tanto la “representatividad popular” de aquellos partidos como el esquema “de clase”.
Las derechas se habían dejado arrebatar, desde 1930, la bandera de la democracia liberal, y en 1936 habían llegado a la conclusión de que la misma no podía funcionar en España. De ahí la prolongada dictadura posterior. Pero quien había saboteado violentamente la democracia y las libertades desde el comienzo mismo de la república habían sido las izquierdas, y las derechas habían defendido la legalidad republicana en octubre de 1934 frente a una intentona revolucionaria y separatista. El fracaso de las libertades no provino del “carácter del pueblo español”, como muchos concluyeron precipitadamente, sino del carácter mesiánico y totalitario de unas ideologías izquierdistas encubiertas con mucha fraseología de libertad.
Fue, pues, la actitud de los partidos ante los problemas de la época, y no los problemas “sociales” mismos, lo que causó el derrumbe hacia la guerra civil. Cuando esto no se tiene lo bastante en cuenta, la historiografía se convierte en un venero de errores, conscientes o inconscientes.
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Un "fuerte" himno ruso: "Al ponerse en marcha":
http://www.youtube.com/watch?v=_jqOGpzNrg4&feature=related
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De Viaje por la Vía de la Plata:
El cielo está despejado, el sol calienta sin empeño, una brisa suave ameniza la marcha. Antes de una hora, el caminante ha alcanzado la Punta del Sebo, nombre vulgar para la unión de los ilustres Tinto y Odiel. Allí se yergue un pétreo y gigante Cristóbal Colón sobre un pedestal aligerado a media altura, en las esquinas, por oportunos relieves. Fue donado en 1929, durante la dictadura de Primo de Rivera, por el gobierno norteamericano de Hoover. Su escultora, llamada Whitney, petrificó un descubridor sombrío, que a un tiempo levanta los brazos de una gran cruz y descansa sobre ellos, mientras otea el mar desde sus hundidas cuencas de quimerista. Dentro del pedestal, una sala con las estatuas de los Reyes Católicos y unalápida conmemorativa. La autora -- debía de ser feminista-- concedió a Isabel una actitud más varonil, adelantada y con su mano derecha sobre la izquierda de Fernando.
Apoyado en la cerca del monumento, a la orilla del agua,el viajero contempla, con la mente casi en blanco. Las ondas mecen unas barcas próximas, y él deja que le
sature el olor a mar, portador de consuelo. Después come pan y fruta y camina hacia el largo puente por encima del río Tinto. Apenas hay tráfico ahora, y sigue llegándole
el rumor de las fábricas, semiapagado por la lejanía.Muelles y petroleros, a distancia no lo bastante respetuosadel sagrado lugar. Aún no ha empezado la tarde y bajo el inmenso cielo reina una soledad calma. El viajero anda por el puente escuchando el sonido
rítmico de sus pisadas y de su bastón al golpear el pavimento. De vez en cuando da una patada a alguna piedrecilla, procurando que caiga al agua dentro de su ángulo de visión,
y mira las ondas sin acortar el paso.
Al otro lado, en la ribera oriental, sobre las altas copas de los pinos mansos, destaca una torre o monolito con una bola en lo alto y una cruz encima. Entre los árboles, manchas de blancura delatan los edificios. Ahí está el monasterio de La Rábida acomodado sobre un montículo chato, cuyo pie se extiende en dunas mal cubiertas por esmirriados tojos o aliagas, y retamas cargadas de flores amarillas y blancas. En tiempos no lejanos, las dunas debieron de llegar hasta el mismo monasterio, hoy rodeado de pinares, césped y campos deportivos que expelen gritería.
La Rábida domina un extenso panorama de tierra y mar, y si el verdor ameniza hoy la colina, mengua en cambio su dramatismo, esa cualidad indefinible que sacralizó el paraje desde la noche de los tiempos. Los fenicios y los cartagineses, parece,
erigieron aquí un templo a Baal, divinidad solar, y después los romanos otro a Proserpina, la Perséfone griega, raptada por Plutón cuando recogía flores por los prados y hecha soberana de los muertos en el reino de las sombras, de donde retornaba unos meses a la luz. Por alguna razón, los latinos encontraron este sitio propicio para la diosa, como antes los púnicos para su dios, tan denostado por profetas de Israel. Al cristianizarse la península, el viejo templo debió de adaptarse al nuevo culto. Tras la invasión muslim permanecería como ermita mozárabe para terminar, a juzgar por su nombre, La Rábida, en ribat, lugar de culto, o acaso atalaya, o quizá monasterio-fortaleza de órdenes guerreras almohades. La mística sufí de esas órdenes influiría en los templarios, tan envueltos en hermetismos. A mediados del siglo XIII volvió a poder cristiano, y precisamente de los templarios, a quienes quedaba poco tiempo hasta su aniquilación en toda la Cristiandad. Tales noticias ha leído aquí y allá el caminante, y el sitio las merece.
Sin tardar mucho, los franciscanos ocuparían el extraordinario rincón, y con esos monjes se gestaría allí uno de esos raros sucesos que parecen marcar un antes y un después en la borrascosa historia de los humanos.
El viajero avanza hacia el monasterio de pardos muros de ladrillo. Un ciprés sobresale de las tapias blancas de un edificio anexo. El edificio fue reconstruido después del terremoto de Lisboa, pero con arreglo, seguramente, al que Colón conoció. El viajero fuerza la fantasía para intentar percibir al personaje alto y pelirrojo, acompañado de un hijo de corta edad, acercándose al monasterio un día presumiblemente frío de invierno de 1485 u 86. Sobre estos mismos suelos caminaría, llamaría a la puerta y aguardaría a que le abriesen, iniciando así su extraordinaria aventura en este lugar mínimo bajo los cielos. Llegaba con manías de grandeza y planes extravagantes, desdeñados en otros lugares; pero aquí dos frailes, Pérez y Marchena, competente astrólogo el segundo, le tomarían en serio: «Nunca en todo este tiempo se halló piloto ni marinero ni philosopho ni de otra ciencia que todos no dijesen que mi empresa era falsa... salvo dos frailes, que siempre fueron constantes». Gran casualidad.
Desde aquel año, el paraje, con toda la Tierra, ha girado quinientas veces en torno al Sol, surcando espacios que no caben en la mente, y entretanto aquel fugitivo, los frailes, los reyes y cortesanos, sus ansias, planes, burlas y alegrías, se han disuelto en el vacío, o así nos parece. El barro transfigurado en sus cuerpos y personalidades ha vuelto a absorberlos como si nunca hubieran existido, como hará con cuantos ahora parecemos tan estable, tan sólidamente reales.
El viajero, de pie cerca de la entrada, prueba a sentir tales cosas y le acomete un ligero vértigo. Retrocede entonces hasta un banco en el parque circundante y deja la mochila en el suelo, aguardando a que abran la puerta para la visita de las cuatro. Puede oír pasablemente la charla de tres caballeros en un banco próximo.
—Nacería en Génova, quién sabe... español por nacionalidad. Si no... sus títulos, sus empresas, su lengua. No habló ni escribió en italiano... Sí, en español con dejes portugueses... Tantos premios Nobel norteamericanos, que nacieron fuera... Bueno, hispano-genovés o genovés-español...
—Bah... patrioterías... ¿Qué más da de dónde fuera?... Si él no va a América, otro habría ido...
---Imposible que fuera genovés. Y no sería igual si hubieran llegado los franceses o los ingleses.
—Podría haber sido mejor...
—Los italianos se toman muy en serio a su Cristóforo... Una película para difusión internacional... Dejan mal a los españoles...
—Un error de España, haberle adoptado a él y sus proyectos...
—Bueno, en Estados Unidos, América la descubrieron los italianos.
—Sí, todo el mundo habla italiano en América...
—Una desgracia... Un esclavista. Una casualidad y luego un genocidio... Una vergüenza...
Vieja y pesada discusión. Uno de los hablantes menciona a Auschwitz, a Hiroshima, al Gulag: «Los autores de esas cosas en el moderno siglo XX son los que peor nos ponen a nosotros por crímenes antiguos y no demostrados», dice con voz fuerte e irritada.
El viajero siente ganas de intervenir, pero no ganas suficientes para abandonar su banco. El trío termina por irse, hablando de tomar unos vinos. Al poco, el viajero recoge su macuto y les imita, para dar una vuelta por los edificios universitarios. Universidad de La Rábida. Parece poco utilizada y casi desierta. Un centenar de escolares corretea y chilla por la arboleda. Resuenan sus voces: «¡OTAN no, bases fuera!». Y la torpona canción: «Los hermanos—Pinzones—eran unos—mariiii-neros». Ésta les hace mucha gracia.
Un muchacho irrumpe sobre una moto petardeante, rompiendo brutalmente la calma de la hora. El viajero le da un grito, y el otro para a escuchar, creyéndose preguntado por algún dato. En su inconsciencia no entiende el daño que hace allí con su maldito trasto. Al
enterarse, por las palabras poco amables del viajero, da un par de vueltas más para salvar la cara, pero se va enseguida.
A las cuatro, un fraile abre el portalón. Sólo entra el de la mochila y una señora francesa ignorante del castellano. El fraile, que oficia muy someramente de guía, sabe
otro tanto de francés.
La sugestiva modestia del exterior del edificio permanece en al interior. Modestia en el ladrillo del claustro mudéjar, en los cuartos, las capillas, el refectorio, la sala capitular, que quizá conserve, inhallables, los ecos de las explicaciones y decisiones tomadas en días remotos. Las ventanas permiten contemplar el océano y los llanos, las factorías lejanas...
Al visitante le alegra la sencillez del sitio, la ausencia de monumentos grandilocuentes: sólo una especie de columna feorra entre los árboles, no demasiado grave. En 1835, la Desamortización de Mendizábal expulsó del monasterio a los frailes, el edificio sufrió depredaciones y ruina, y la licitación pública no atrajo pretendientes. Veinte años después, ilustrados estadistas al timón de la nave del estado, calculando los gastos inútiles originados por la rehabilitación y mantenimiento del edificio, concibieron una solución de elegante simplicidad: demolerlo y alzar en su lugar un sólido monolito. Total, que allí se gestara un nuevo mundo tampoco tenía especial interés, y en cierto sentido no dejaba de ser una vergüenza para España. Tan perfecta solución no llegó a cumplirse porque una autoridad local, Alonso del Castillo, rechazó cumplir, incomprensiblemente, la racional y económica orden.
A comienzos de la guerra del 36 sucedió la penúltima vicisitud del lugar. Personas de ideas avanzadas procedieron a impulsar la emancipación social mediante la destrucción de imágenes, pinturas y enseres allí conservados, entre ellas una antigua imagen de la Virgen, de alabastro.