Educar, etimológicamente "conducir fuera" o "sacar fuera". La sabiduría del lenguaje combina en la palabra dos sentidos complementarios. La sociedad, el mundo exterior, es duro y complicado, y la educación conduce, enseña a adaptarse y desenvolverse en él… a costa de la propia personalidad, cuando la educación se vuelve rígida. Pero se trata al mismo tiempo de "sacar fuera" los dones y cualidades que los dioses han tenido a bien otorgar a cada uno. Dones tan misteriosamente variados y desiguales ¡Tan injustamente desiguales, llegamos a pensar con amargura! La personalidad se afirma en el despliegue de esos dones, no en el vacío, sino en una sociedad con bastantes e inevitables rasgos de jungla.
El catecismo nos enseñaba cuatro virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza, propias del hombre realmente educado. Hoy, las tendencias deseducativas privilegian "lo díver", lo "lúdico", el capricho, la desestima del mérito y del esfuerzo. Nada de ello tiene ya importancia porque – lo previó Tocqueville y debemos volver una y otra vez sobre ello, para entender lo que pasa--, existe "un poder inmenso y tutelar", el estado, que "se encarga de que los ciudadanos sean felices y de velar por su suerte"; poder que "se asemejaría a la autoridad paterna si, como ella, tuviera por objeto preparar a los hombres para la edad viril; pero, por el contrario, no persigue más objeto que fijarlos irrevocablemente en la infancia".
Tal es el lenguaje, con escasas excepciones, de los políticos, de los intelectuales, de la publicidad comercial…: la sociedad como un inmenso jardín de infancia tutelado por "los que saben". Lema esencial: "Tú te lo mereces". Desde un viaje a las playas de las Maldivas hasta el proceso de "paz".