En el bachillerato estudié no recuerdo si cuatro o cinco cursos de latín y tres de griego. Solía tener notas bastante buenas, y por tanto debiera haber salido con un conocimiento aceptable de ambos idiomas. No fue así, desde luego, y peor pasaba con quienes obtenían notas bajas, la gran mayoría.
No quiero decir que el trabajo fuera del todo inútil. Algún fruto saqué, principalmente cierta afición a la cultura clásica, pero ni aun eso ocurría, por lo común. Al contrario, los alumnos asociaban aquellos autores a un estéril y pesado estudio de declinaciones, aoristos y frases complicadas, y más bien se distanciaba de ellos.
La enseñanza estaba visiblemente mal enfocada. Traducir con diccionario algunos trozos embrollados de Virgilio o de Homero no justifica tantos cursos y tanto esfuerzo. El error consistía en hacer de unos idiomas que casi ninguno lograba aprender, el eje de la aproximación a la cultura clásica.
Y sin embargo nunca hemos necesitado esa aproximación como en estos tiempos de degradación cultural, arte chabacano y pragmatismo pedestre. “Cultura clásica” debiera ser una asignatura importante de la enseñanza media, que pusiera a los alumnos en contacto con nuestras mejores raíces y despertara su interés por ellas. En cuanto a los dos idiomas, a esas alturas bastaría con hacer a los alumnos conscientes de su influjo en el nuestro.
“Siempre la vuelta a Grecia ha sido fuente de renacimiento para Europa, ya desde la recuperación carolingia”, comentaba en un ensayo sobre el Ateneo de Madrid. Volvamos, pues, a Grecia, ya desde la enseñanza media.