Callar ante la injusticia y la mentira es hacerse cómplice de ellas. Puede entenderse tal postura en una situación en que hablar encierra grandes peligros, pero en la democracia que todavía tenemos no hay excusa. Los derechos se defienden ejerciéndolos, y la inhibición, precisamente, socava las libertades y ayuda a los demagogos.
Un punto clave de la situación de mentira e injusticia que vivimos se revela en la Ley de reivindicación de los chequistas, disfrazada como “memoria histórica”, que corrompe la política y la cultura (¡cuánto arte, literatura e historiografía estragados por la pretensión de que quienes destruyeron la legalidad republicana defendían la democracia!).
¿Qué puedes hacer? Una o varias de estas cosas:
a) Firmar el Manifiesto por la verdad histórica (ya van más de 3.500 firmas).
b) Fotocopiarlo y difundirlo en tu entorno familiar, de amigos y compañeros de trabajo (solo ocupa un folio por una cara).
c) Formar algún pequeño círculo o tertulia para discutir y hacer más efectiva la labor de información.
d) Colaborar económicamente en la cuenta que abriremos próximamente, a fin de sufragar la inserción del manifiesto en diversos medios de masas.
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A la ETA le conviene que gane Zapo. No porque el PP de Rajoy sea un peligro real para ella, sino porque el PSOE le resulta más cómodo y prometedor. Y, por supuesto, la colaboración continúa, solo quienes se dejan despistar por el ilusionismo de los demagogos pueden dejar de percibirlo.
Por cierto, en su inepcia política, el PP asume el lenguaje de los pro etarras, ¡incluso Mayor Oreja! hablando de "Euskadi", "negociación". La palabra negociación, como la de "independencia", autodeterminación" o "soberanismo" tienen un sentido muy positivo, y en la medida en que se utilizan ya se ha perdido la partida, porque el ciudadano recibe un mensaje contradictorio: presentar como nefasta una simple negociación, etc. No hay negociación ni diálogo: hay colaboración con los asesinos, y hay separatismo. Estas son las palabras que corresponden a la verdad. Y renunciar a ellas es condenarse a la derrota.
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La denuncia chequista contra Alcaraz es parte de la otra cara del "diálogo", la colaboración con los asesinos. Es por sí sola un suceso tan escandaloso que la falta de reacción del PP, cooperando una vez más a acallar a la sociedad, revela la profunda crisis política en que nos hallamos.
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LA ENFERMEDAD DEL ANTIFRANQUISMO RETROSPECTIVO
A menudo he de responder a esta pregunta en entrevistas y conversaciones informales: “¿Por qué usted, que luchó con tanta radicalidad contra el franquismo, ha cambiado tanto de opinión?”. Lo he explicado muchas veces y no lo repetiré aquí. Casi todo el mundo ha cambiado mucho de opinión en estos treinta años, pero pocos han aclarado las razones de ese cambio. La pregunta correcta sería: “¿Por qué se ha vuelto tan furiosamente antifranquista tanta gente que antes apoyaba a Franco, o hacía carrera en su administración, o simplemente no movía un dedo contra él?”.
El número de los antifranquistas se ha multiplicado por cien o más después de extinto aquel régimen, y suelen mostrar una notable combatividad, cuando acaso no haga ya tanta falta luchar contra él. Podríamos felicitarnos por el fenómeno, pensando que esos talantes revelan profunda devoción por las libertades y firme decisión de defenderlas contra viento y marea, pero sospecho que no hay mucho de ello. En caso de sobrevenir otra dictadura veríamos seguramente a la mayoría de esos furibundos antifranquistas acomodarse y hacer carrera en ella. Esto es, desde luego, una impresión subjetiva, y no pretendo hacerla pasar por un hecho real ni deseo que haya nunca ocasión de comprobarla, pero más de uno estará de acuerdo conmigo, si mira las cosas con sinceridad y frialdad.
Donde no hay rastro de subjetivismo es en la constatación de que los directores de las orquestas antifranquistas suelen tener poco o nada de demócratas. Podemos empezar con los separatistas y racistas vascos en su versión etarra y no etarra (pero la última complaciente con el terrorismo): todos ellos comparten un odio ferviente a Franco, no por haber sido un dictador, sino por “españolista”. Esos nacionalistas han hecho retroceder las libertades en Vascongadas, han extendido el miedo en la mitad de la población y fanatizado a miles de vascos. No existe una democracia normal en aquella región, donde la falsificación de la historia ha adquirido rasgos realmente desvergonzados, más aún que en el resto.
También los nacionalistas catalanes distinguen a Franco con una aversión radical. Desde hace mucho instruyen a los jóvenes –usando el dinero público– con el mito de que la guerra civil no fue allí tal, sino agresión del “fascismo” español contra Cataluña*.
Con el mismo desafío a los hechos pintan un cuadro sombrío de miseria y anticatalanismo, cuando la pobreza se superó ya en los años 50 y el anticatalanismo del comienzo dejó paso muy pronto a una apreciable flexibilidad. ¿Y cómo explicar la resistencia, nula o poco menos, de los nacionalistas durante la dictadura, o su reorganización muy al final del régimen, con permiso de éste y en torno a organismos comunistas? ¿Cuántos nacionalistas catalanes había en la cárcel en 1975? Lo indudable es que la democracia llegó a Cataluña, como al resto de España, sin la menor intervención reseñable de los nacionalistas. Éstos resultaron luego sus principales beneficiarios, y utilizaron unas libertades que nada les debían para marginar oficialmente a los castellanohablantes, imitando la política contraria de Franco, dejar sin voz a buena parte de la población, y extirpar el pluralismo de la prensa catalana en torno a cuestiones políticas fundamentales. No, ciertamente el nacionalismo catalán debe mucho, o todo, a la democracia, pero ésta no le debe a él gran cosa.
Del antifranquismo comunista no hará falta hablar, si bien debe reconocerse que en la transición el PCE obró con mayor cordura que tantos otros supuestos demócratas. Pero sí vale la pena citar al PSOE, hábil constructor de leyendas como la de los “cien años de honradez”. El PSOE fue marxista, es decir, antidemócrata por definición. Su doctrina le había llevado a planificar y poner en marcha la guerra civil, a enviar a Rusia las reservas españolas de oro, a expoliar todo tipo de bienes públicos y privados, y a intentar enlazar la guerra española con la mundial, como si la primera no hubiera producido bastante desolación. Después de la guerra, por influjo del oportunista Prieto, Marx había quedado como referencia cada vez más retórica y menos activa –tan poco activa como el propio PSOE–, pero en los años 70 el partido recuperó un marxismo simple y vocinglero de manos del grupo sevillano que se impuso en Suresnes. Con ese marxismo predicaba la “autodeterminación de las nacionalidades”, o achacaba a la Junta Democrática de Carrillo insuficiente contenido “de clase”, es decir, de “clase obrera” (los sevillanos no eran obreros, y solían venir de familias profranquistas).
Luego, considerándola un obstáculo para alcanzar el poder, renunciaron a dicha doctrina, la más totalitaria de los últimos dos siglos junto con la nacionalsocialista, y se democratizaron oficialmente. Pero permanecieron en el partido numerosos tics totalitarios, bien puestos de relieve en sus intentos de proteger por ley su rampante corrupción, en la politización de la justicia con propósito confesado de “enterrar a Montesquieu”, es decir de liquidar un pilar clave de la democracia, en la eliminación de prensa desafecta, en la expansión inmoderada del aparato del estado y manipulación de éste a todos los niveles, etc. Estos desmanes no bastaron a enterrar la democracia, porque despertaron fuerte oposición y porque en el mismo PSOE predominaba un talante más bien oportunista que fanático.
Pero últimamente comprobamos cómo las arraigadas inclinaciones totalitarias de este partido han reverdecido en el empleo de métodos de violencia callejera y otros semejantes a los que han arruinado la democracia en las Vascongadas; o en una alianza de hecho con los separatismos y el terrorismo, orientada a anular los efectos de la Transición (es decir, la Constitución democrática) y promover la una “Segunda Transición”, que sólo puede ser de la democracia a algo distinto; o en sus simpatías por dictaduras como la de Fidel Castro, la de Mohamed VI o, en su momento, la de Sadam Husein. Esta evolución viene arropada por un “antifranquismo” provocador, alejado de las expresiones de Felipe González al respecto, curiosamente sensatas. Efecto de ese antifranquismo retrospectivo por parte de unos políticos que sólo lucharon de boquilla contra Franco, ha sido la falsificación radical de la historia, despertando viejos rencores. En ello imitan a los separatistas vascos y catalanes.
Si miramos la situación con sentido crítico percibimos fácilmente que los mayores peligros para la democracia, como el terrorismo, el separatismo, la corrupción masiva o la degradación demagógica de las libertades, provienen de… los antifranquistas. Esto suena a paradoja, porque a esos partidos y políticos no se les caen de la boca las palabras sagradas, pero otro tanto ocurría en la II República o en la Restauración de principios del siglo XX: quienes enarbolaban con mayor brío la bandera de la libertad eran los mismos que agredían sin tregua los sentimientos y creencias mayoritarios, practicaban el pistolerismo o se compinchaban con él, pretendían ignorar la herencia cultural e histórica del país, utilizaban el erario e incluso bienes privados en su propio beneficio y procuraban reducir a la impotencia a la oposición.
El antifranquismo retrospectivo también ha cuajado ampliamente en la derecha. Sinceros o no, bastantes líderes derechistas se expresan con una contundencia digna de la extrema izquierda. ¡Qué aspavientos de virtuoso desprecio hacia el Caudillo! Y ello porque si bien fue la derecha, y precisamente una derecha franquista, la aportadora de las libertades, las izquierdas y los nacionalistas se encontraban en la mejor posición para explotarlas, acusando y acosando a aquellas. Para mediados de los setenta casi nadie, en la juventud y en la gente de edad mediana, conocía el historial del PSOE, del PNV o de los nacionalistas catalanes, y por tanto funcionaban leyendas como la de la honradez, o la identificación de los nacionalistas con el pueblo catalán o el vasco, y resultaba creíble la tesis de que Franco había aplastado la democracia. Por otra parte tal versión predominaba de modo casi absoluto al norte de los Pirineos, y la opinión europea pesaba mucho en España. La derecha no podía exponer o defender la realidad histórica sin exponerse a la ironía y la condena generalizadas por “fascista” o cosa parecida. Los pocos que lo intentaron recibieron inmediatamente el castigo, la mayoría optó por un discreto silencio, y un tercer grupo, cada vez más nutrido, aceptó la falsificación y se sumó al coro de las izquierdas, procurando cantar con voz potente, a fin de hacerse perdonar el pasado.
Por consiguiente, las interpretaciones históricas izquierdistas y balcanizantes han dominado en los ámbitos universitarios y en los medios de masas. Atención especial merece el fenómeno de El País, el periódico más influyente, con diferencia, en este período, y el más conocido, también con diferencia, fuera de España. La que pronto sería propiedad mayor del diario había labrado su fortuna durante la dictadura y en estrecha relación con ella, y su director había hecho rápida carrera en la prensa del régimen gracias, en parte, a su origen familiar falangista, llegando a dirigir los informativos de televisión en la época de Arias Navarro. O sea, no es que no hicieran nada contra la dictadura, sino que muy bien podían considerarse parte de la dictadura, y en campos tan ideologizados como la información o la enseñanza. No obstante, en la confusión típica de las transiciones, El País se convirtió en avanzadilla de un antifranquismo intransigente y chillón, en rudo contraste con un muy socialdemócrata respeto por el comunismo e incluso el terrorismo, hacia el que propugnaba una política de comprensión y acuerdos negociados. Lo más digno de nota es que el periódico, técnicamente muy bueno, y su director, se erigieron en dispensadores de títulos de demócrata, otorgándolos generosamente a las izquierdas y nacionalistas, y negándolos o poniéndolos en cuarentena cuando se trata de las mortificadas derechas.
Así, la televisión y la cátedra difunden a todos los vientos las mismas sandeces que yo oía en París en 1966. ¡Y lo hacen en nombre de la democracia y la reconciliación, al modo como los organizadores de la guerra civil en octubre de 1934 invocaban la libertad y el antifascismo!
No vale la pena alargarse en torno a unos hechos bien a la vista para quien quiera abrir los ojos. La paradoja de que los antifranquistas sean quienes ponen en peligro la democracia deja de sorprender o tener secreto para quien conozca la historia. En síntesis cabría definir así la situación: la democracia actual procede del franquismo y no de la república. Esto no es un mal, sino un gran bien, porque significa el desarrollo sin ruptura del más largo período de paz y estabilidad que haya gozado España en dos siglos. Los intentos de provocar la “ruptura” o una “segunda transición” para enlazar con aquella república violenta y apenas democrática conducen, y sólo pueden conducir, al declive o al derrumbe de las libertades, la unidad y la paz de España.
(De Franco, un balance histórico)
* La realidad se manifiesta en la caída de Barcelona: la población rehusó movilizarse contra los “fascistas”, no hubo la menor resistencia, y unas 400.000 personas huyeron hacia la frontera, mientras otras tantas recibían con alborozo al “invasor”. Y de los 400.000 huidos, más de dos tercios volvieron a España en el mismo año 1939.