Estoy escribiendo un libro sobre los años 40. Tras comprobar el cúmulo de falsedades difundidas sobre la república y la guerra civil, no podía fiarme de las versiones hoy circulantes sobre aquel tiempo supuestamente lúgubre, el páramo cultural en medio de la represión y la tristeza.
Por el contrario, voy hallando que es la década más interesante, repleta de contradicciones y de riesgos, de vida y de muerte con una particular tensión dramática: años de reconstrucción y de fusilamientos, de penurias y de alegría de vivir, de la copla y del maquis, de la División Azul y la neutralidad en la guerra mundial, del mercado negro y los peligros de invasión, del aislamiento internacional y la victoria del franquismo sobre él, de grandes frustraciones y grandes ilusiones. Entonces se compusieron las novelas españolas quizá más importantes del siglo, obras de pensamiento muy relevantes, el libro doctrinal español más influyente internacionalmente en varios siglos, la pieza musical española más difundida en el mundo. También una buena poesía. Época dorada de la canción popular y del humorismo. Entre otras muchas cosas.
La descripción de los 40 hoy corriente describe mejor a quienes la hacen que al objeto descrito. Al sujeto que al objeto.
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La belleza, objeto del arte, es una gran potencia. Uno de los principales motivadores de la acción humana, quiero decir. Rara potencia, tan compatible con el bien como con el mal, con la verdad como con la mentira, con la estupidez como con la inteligencia. No debe sorprender que el director de un campo de exterminio nazi se deleitase, al terminar la jornada, con Beethoven o con Goethe. Pero pensaba ahora en el anuncio de Los fantasmas de Goya. De Milos Forman he visto Amadeus, una estupidez envuelta en belleza, y tengo la impresión de que con Goya repite la jugada.