Todavía puedo recordar con claridad los primeros compases de Mariano Rajoy al frente del Partido Popular. Se presentaba como un candidato nombrado a antojo de José María Aznar, sucesor de ochos años de Gobierno del que, sin ningún género de dudas y a pesar de sus naturales errores, ha sido el mejor presidente de esta exigua caminata democrática. El gallego de barba desaliñada y varias veces ministro, del que nadie dudaba como vencedor en los comicios de marzo de 2004 hasta que los brutales atentados de todavía no se sabe muy bien quién cambiaron el sentir de los españoles, se presentaba ante la sociedad como un dirigente competente y trabajador, un responsable político que había tenido que lidiar con serios problemas a lo largo de sus diferentes estancias en las poltronas de los diversos Ministerios que ocupó. Aparentaba ser alguien que, aparte de campechano y sencillo, brindaba sus esfuerzos a la causa de los españoles en vez de a su causa propia, al empeño de hacer de España una gran nación antes que a él mismo un gran personaje histórico de ambición desmedida. Y así transcurrieron los meses.
Con el pasar de los mismos, y tras su primera derrota electoral, poca gente dudaba por aquellas si Mariano debía continuar capitaneando el Partido Popular. Los analistas políticos coincidían en su calidad parlamentaria y en su desparpajo en las respuestas, dudando acerca de su carisma y su fortaleza en los principios liberales-conservadores que le tocaba defender con el yelmo calado y las grebas bien ajustadas para evitar los golpes en las piernas que pudieran hacerle tambalear. Pero lo cierto y verdad era que a pesar de su sencillez y espontaneidad, el gallego afincado en Madrid con sueños monclovitas no era capaz de llegar al pueblo con un mensaje claro y nítido que todos pudieran comprender. En ocasiones se perdía en grandes discursos vacuos y otras veces, por el contrario, se quedaba escaso con simples mensajes desnudos de argumentos. Y así transcurrieron los meses.
Con el pasar de los mismos, y mientras Rodríguez Zapatero hacía y deshacía a su antojo a lo largo y ancho de nuestra exangüe nación, un cada vez más acomplejado Mariano se negaba en rotundo a batallar con la fuerza de una ideología liberal contra una ideología cada vez más sectaria y liberticida. Despojó todavía más a su mensaje de claridad y fuerza, de argumentos y fiereza, cargándolo de inocencia y buenismo, de intereses patéticos y grandes dosis de complejos. Se amilanó ante ciertas corrientes ideológicas de su partido infectadas por esa perturbadora idea de acercamiento a la izquierda para lograr los votos de ésta, mientras perdía los suyos y, por añadidura, olvidaba que lideraba un partido que tenía la obligación moral de defender los intereses de España por encima de los suyos propios. Pero eso, claro, podía posponerse en el tiempo. Y así transcurrieron los meses.
Con el pasar de los mismos, y acercándonos a este nublado presente, el gallego descarriado perdió sus segundas Elecciones consecutivas. Y fue entonces cuando se abrió completamente el debate de su sucesión, a pesar de que tiempo antes ya se escuchaba el descontento de las filas populares en torno a la actuación de quien era, sigue siendo y parece que será su presidente nacional. No sólo se abrió un debate necesario, sino que además quedó en evidencia la postura de Mariano y de su equipo: todos estamos juntos mientras sea yo por el que luchéis.
Y así estamos. Un Partido Popular desnortado, sin democracia interna y cargado de apetitos políticos e intereses vergonzosos. Un Partido Popular carente de principios y de ideas en la cúspide de la pirámide, más centrado en aislar las alternativas que en plantar cara a un Gobierno liberticida que debe de estar jactándose de la penosa situación de la Oposición. Un Partido Popular que necesita un impulso serio de sus militantes, escuchar la voz de quienes sostienen este edificio, darle voto al verdadero sustento del partido y abandonar por completo unos complejos que han llegado hasta el punto de denigrar a los liberales y conservadores para aceptar a los socialdemócratas. Es decir, denigrar a todos para acoger a nadie.