Durante los siglos anteriores, España, concentrada en resolver sus problemas, solo había participado tangencialmente en los conflictos de Europa occidental, pero esa situación, en buena medida envidiable, cambió por completo durante el siglo XVI. De pronto el país iba a verse metido de lleno en el torbellino europeo y mediterráneo, debido a la involucración de la corona en Italia y, sobre todo, en los asuntos del Sacro Imperio. La asociación con el Imperio no fue bien acogida, y la partida de Carlos I para convertirse en emperador con el nombre de Carlos V, despertó un fuerte descontento. Las Cortes de Valencia hicieron saber al regente Adriano de Utrecht que consideraban la corona imperial “un perjuicio para España” causado por una “ambición inflada”, un “viento fatuo”, e hicieron este voto: “Pluguiera al cielo que esta quimera [del Imperio] hubiera caído sobre el francés [Francisco I]”. Pese a que el poder imperial era reducido y difícil, el prestigio del título parecía hechizar a los monarcas de las naciones del oeste europeo. Los comuneros, por confusa y particularista que fuera su revuelta, tenían muy clara su posición en este punto. Quizá hubiese recuerdo de cómo la misma afición por parte de Alfonso X el Sabio había traído ruina al país y finalmente al propio rey, aparte de que España había nacido marcando claramente su independencia del imperio de Carlomagno y de cualquier otro ultramontano.
La gente percibía que por esa vía el país iba a contraer cargas y conflictos difíciles de soportar, si bien terminó por aceptarlas, sin entusiasmo, pero con denuedo. Porque era inevitable la pugna con Francia, los protestantes, los turcos e Inglaterra, fuera por razones religiosas, geopolíticas o por las posesiones y rutas de América. La simple posición geoestratégica española, cerrando el Mediterráneo por el oeste, apuntando a América y a África, comprometía necesariamente al país en una situación histórica nueva. Y aunque su implicación en el centro de Europa era vista con desagrado, a cambio el país ganaba la alianza del Imperio contra Francia y la Sublime Puerta.
Como se vería, España se las entendió ventajosamente, durante largo tiempo, con Francia, con los turcos y las potencias protestantes; pero combatir en tantos frentes acabaría por agotar a un país que había empezado a protagonizar con grandes energías la Edad de Expansión. Sus triunfos durante largo tiempo son bastante sorprendentes porque, como hemos visto, España no era en absoluto una gran potencia demográfica, resultaba casi insignificante al lado de sus adversarios y no compensaba esa inferioridad con superioridad económica: era un país bastante rico, con una economía agrícola, ganadera, comercial y manufacturera equilibrada, pero Francia o Inglaterra eran más ricas, no digamos el norte de Italia, Flandes-Países bajos y el norte de Alemania, las regiones realmente opulentas de Europa; las riquezas de América nunca compensarían ese desfase, y el esfuerzo de las contiendas terminaría por romper el equilibrio económico. Comparada con sus potentes enemigos, que además actuaban a menudo concertados, España resultaba casi ofensivamente débil, sin que la alianza con el Imperio lo contrapesara. Lo lógico habría sido que el país obrase como un satélite del Imperio, y parece imposible el hecho de que tuviera el papel principal, luchando en cuatro o más frentes sucesiva o simultáneamente: Italia, Alemania, Países Bajos, el Mediterráneo y el Atlántico para proteger las rutas de comunicación.
Sin embargo el país tenía otras ventajas: era un país bastante culto, con más escuelas latinas y universidades proporcionalmente que ningún otro europeo, con un estado modernizado, una monarquía autoritaria aunque no tanto como otras, una burocracia amplia y preparada, una cohesión social obtenida de la reforma religiosa y de la Inquisición que, con toda su intolerancia (nadie era tolerante en Europa) impidió la extensión a España de las llamadas guerras de religión, que asolarían por largo tiempo el continente. Además había diseñado un tipo de ejército pequeño pero superior a todos los demás por su disciplina, organización, tácticas y espíritu de combate. Estas ventajas, en particular la enseñanza, tendrían no obstante su talón de Aquiles, como empezaría a verse ya hacia el final del siglo.
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****¿Es mejor el PP que el PSOE? En lo fundamental se parecen demasiado: misma política de disgregación del país, misma colaboración (más indirecta, pero real) con el terrorismo, bien visible en su actitud ante la AVT y con respecto a la legalización de II, misma actitud básica en torno al aborto, el matrimonio homosexual, en torno a la politización de la justicia, utilización de la justicia contra la libertad, etc. Es el partido de “la economía lo es todo”, de la nena angloparlante y de la sorayada. Su programa consiste en apartar a los sociatas para ponerse ellos.
Pero siendo iguales en lo esencial, el PP es peor, porque engaña mucho más. No obstante debe reconocerse que a muchísima gente le encanta que la engañen, incluso si la engañan con tanta torpeza y falta de gracia como los futuristas.
**** Iturgáiz anima a votar el 7-J para impedir que ETA vuelva a la Eurocámara
¿Podrán los votos contra la ayuda que prestan a la ETA el gobierno y el TC, también los magistrados peperos del TC? Y aunque así fuera, ¿serviría de algo? La UE no tiene por qué servirnos para nada, más bien al contrario, está acabando con la soberanía española. Aunque, dada la degradación institucional extrema de España alguna ventaja ocasional tiene. Así, el Tribunal de Estrasburgo dio una vergonzosa lección a los vergonzosos jueces que condenaron a Gómez de Liaño, y es de esperar que ahora se la den a quienes utilizan la ley contra la libertad, como en el caso de Jiménez Losantos. Pero son solo ventajas parciales.
**** ”Mujeres en el campo de batalla”: la grotesca inversión de los valores. Aunque, tal como están los tiorrillos...
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Pedagogía
"Descubrí muy pronto que el señor Kralefski era implacable en materia de trabajo y que estaba empeñado en educarme a pesar de cuantes ideas tuviere yo al respecto. Las lecciones eran pesadísimas, porque empleaba un método pedagógico que debió de estar muy de moda allá por mediados del siglo dieciocho. La historia se servía en tajadas grandes e indigestas, con las fechas aprendidas de memoria. Allí sentados las repetíamos en monótona cantinela , hasta que se convertían en algo así como un ensalmo y las canturreábamos mecánicamente, con la mente ocupada en otras cosas. En geografía tuve el disgusto de verme confinado en las Islas británicas (...) Había que aprenderse de memoria condados y capitales, acompañados de los nombres de los ríos más importantes, principales productos, poblaciones y mucha más información plomífera y absolutamente inútil.
–¿Somerset? –trinaba señalándome con dedo acusador.
Yo fruncía el ceño intentando desesperadamente acordarme de algo de aquel condado. Kralefski contemplaba mi lucha mental con ojos que se iban agrandando de impaciencia.
–Bueno –decía al cabo, cuando ya era evidente que mis conocimientos sobre Somerset eran nulos–, Bueno, dejemos Somerset y pasemos a Warwickshire. Vamos a ver, Warwickshire: ¿capital? ¡Warwick! Eso es! ¿Y qué produce Warwick, eh?
Por lo que a mí tocaba, Warwick no producía cosa alguna, pero a voleo me decidía por el carbón. Había descubierto que si repetía machaconamente un mismo producto (con independencia del condado o ciudad de que se tratase), antes o después resultaría ser la respuesta correcta. La angustia de Kralefski ante mis errores no era fingida; el día en que le dije que Essex producía acero inoxidable se le llenaron los ojos de lágrimas. Pero aquellos largos períodos de depresión quedaban más que compensados por el gozo y el placer sumos que le invadían cuando, por alguna extraña coincidencia, le contestaba bien a una pregunta.
Una vez a la semana nos torturábamos dedicando la mañana al francés. Kralefski lo hablaba a la perfección, y oírme masacrar el idioma era superior a sus fuerzas (...)
(G. Durrell, Mi familia y otros animales)