Como es sabido, el fusilamiento de trece mujeres en 1939, hecho sin precedentes ni continuaciones en el franquismo, ha sido explotado inmensamente por la propaganda comunista, en primer lugar, y luego por la izquierdista en general. Como he expuesto en Años de hierro, creo que sin que nadie haya podido rebatirlo, se trataba de un grupo de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU), en realidad comunistas, y precisamente el sector más fanático y stalinista del PCE, que había intervenido en multitud de asesinatos.
En este caso, el hecho concreto por el que fueron fusiladas –junto con 42 hombres de los que nadie se acuerda– fue el asesinato a sangre fría de un militar, su hija adolescente y un soldado conductor en la carretera de Extremadura, un atentado típicamente terrorista. El fusilamiento fue, desde luego, un crimen legal, pues la mayoría de los encausados no estaba implicado de manera inmediata en el triple asesinato de las JSU, aunque sí en los aledaños del núcleo que lo perpetró. El motivo de tan inusual reacción del régimen fue aplastar de raíz aquel tipo de actividad y, sobre todo, destruir la esperanza de reorganización comunista. Así venía a explicarlo la nota oficial:
Todo esfuerzo contra este país puesto en pie a través de horribles sacrificios; todo esfuerzo encaminado a perpetuar los hábitos de la criminalidad política (...) apenas se haya producido quedará inexorablemente aplastado (...) Terrible ha sido el fallo (...) Cada vez que se produzca un hecho semejante al de la carretera de Extremadura, la decisión de la justicia (...) será tan implacable como en esta ocasión (...) Nadie, y por ningún motivo, podrá volvernos a la tragedia y al espanto que exigieron una guerra.
Típicamente, la izquierda ha cultivado una tremenda sentimentalidad personalista en torno al caso, lo que puede admitirse. Pero con la inadmisible trampa habitual, ha presentado a las víctimas no como estalinistas –es decir, insertas en la ideología y el aparato político que mayores genocidios ha cometido en el siglo XX–, sino como campeonas de la libertad, de la democracia, etc.: "la constante mentira comunista" de la que hablaba Marañón.
La trampa ha sido doble por parte de los (y especialmente las) sinvergüenzas del PSOE que, con su mentalidad, al parecer indesarraigable y tan reiteradamente demostrada, de simples chorizos, han querido apropiarse una bandera que no es suya. No está mal que estos señoritos y señoritas rojos y rojas explayen su identificación con el estalinismo; sirve como una de tantas señas de identidad. Pero con razón han protestado los comunistas y otros: lo que hacían aquellas células de las JSU era exactamente lo contrario de lo que hacían los jefes socialistas de entonces, que era pelearse en el exilio por los inmensos tesoros que habían robado a todos los españoles y que habían llevado consigo en su fuga, mientras abandonaban en el interior a sus sicarios, expuestos a la venganza de Franco.
Por mucho que haya llegado a repugnarnos el estalinismo y sus crímenes, no hay duda de que seguir reorganizándose dentro de España, expuestos a una terrible persecución, tiene algo de heroico, o al menos de respetable. La actitud del PSOE nunca ha tenido ese rasgo: todos sus actos, sin faltar los terroristas, abundantes en su historial, los ha cometido desde una posición de fuerza o en la esperanza de la impunidad y en medio de una enorme corrupción. Impunidad que se cumplió para sus dirigentes huidos, a quienes nada importó el destino de los suyos dentro de España.