El último libro de Fernández de la Mora (en ediciones Nobel), es el breve pero muy enjundioso ensayo Sobre felicidad, el deseo de la cual, constituye "el motor de los actos humanos, objetivo universal y omnipresente", "el problema humano por excelencia", y "un tema esencial de la filosofía". Se trata de un intento de superar la devastación moral e intelectual dejada por las ideologías de nuestro tiempo. Comentaré aquí sólo una de sus cuestiones, la relación entre felicidad y virtud.
La tradición estoica, tan influyente en la cultura occidental y cristiana, ha tendido a identificar ambos términos, pero el autor encuentra que "felicidad y virtud no son intercambiables, ni siquiera paralelas; al contrario, pueden mostrar rotundas divergencias teóricas y empíricas. Ni el feliz es siempre bueno ni el bueno es siempre feliz". La virtud se traduce en ciertos hábitos, pero "la felicidad no es un hábito (…) es un sentimiento que no se estabiliza y cristaliza, sino que dura y es transitorio"; sentimiento, además, extremadamente subjetivo en cuanto a sus causas. Y la experiencia muestra que "hay comportamientos viciosos, como la lujuria o la mentira, que producen sentimientos placenteros". Así, "puesto que se dan actos viciosos que comportan sentimientos de dicha, no cabe justificar la ética por la felicidad".
Una posible solución la expone Fernández de la Mora así: "La relación entre moral o felicidad general y egocentrismo o felicidad individual es tensa y dialéctica. La ética es el marco y también la condición social para la empresa individual felicitaria; ampara tanto como constriñe".
Solución problemática porque admite que la moral, en cuanto felicidad general o condición de ella, puede hacer infelices a muchos. Y así ocurre, como muestran las cárceles, o, mejor, las personas neurotizadas a causa, si hemos de creer el psicoanálisis, de la represión de sus deseos por la moral.
Problema eterno, y al parecer insoluble, pues remite al sentido de la vida. Unamuno señalaba el efecto, angustioso y finalmente liberador, según su visión optimista, de la conciencia de la muerte sobre la psique humana. Pero quizá la fuente más profunda del sufrimiento psíquico provenga de nuestra incapacidad para entender la vida, y de la duda corrosiva sobre si tendrá o no sentido: de si tendrá algún sentido la virtud, como cristalización de la moral. Ese sufrimiento, aunque sólo en ocasiones haga erupción en crisis o depresiones personales, permanece siempre, como un malestar de fondo, apenas percibido, pero que empaña –aunque no destruye necesariamente– incluso las sensaciones más intensas de felicidad. Desde el libro de Job, continuador a su vez de una larga tradición, el ser humano ha debido buscar consuelo a su impotencia, por medio de la fe en el designio divino, so pena de desesperarse. El hombre mordió la fruta del árbol de la ciencia del bien y del mal: con esos mordiscos entró en él el problema, pero no la solución.
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