El Grupo Popular llevó ayer una moción al Pleno del Ayuntamiento de Madrid en la que pedía condenar el Odiobús de Podemos y exigir a todos los partidos políticos que se abstengan de lanzar campañas políticas basadas en la incitación al odio. La alcaldesa Carmena –esa que se precia de ser independiente y no tener nada que ver con Podemos– votó en contra. Pese a su voto y al de sus compañeros de grupo, la moción salió adelante gracias al apoyo de PP, PSOE y Ciudadanos.
Los argumentos de Carmena y los suyos se centraron en denunciar la corrupción, defender la libertad de expresión (esa que niegan a otros autobuses) y subrayar que el autobús de Podemos no infringía la ordenanza municipal sobre publicidad exterior.
Este, sin embargo, no era el debate. La moción no versaba sobre los límites de la libertad de expresión. Versaba sobre los límites a la instrumentalización política del odio por parte de los partidos políticos.
Nadie duda de la efectividad del odio para cimentar lealtades políticas y obtener buenos resultados electorales. El odio de raza, el odio de clase, el odio nacionalista han servido históricamente para enardecer a las masas y movilizar apoyos en las urnas y en las calles.
Uno de los grandes avances de las democracias modernas, sin embargo, ha sido conseguir que el debate político se base en la lucha –a muerte, incluso– de ideas y no en el de las personas. El odio a la persona ha quedado vedado y ha sido sustituido por el debate en torno a lo que dicha persona piense y haga. Esto asegura la convivencia entre personas dispares, con intereses enfrentados, pero sometidas todas a un mínimo respeto mutuo.
La llegada de Podemos a la política española ha roto este clima de respeto.
Podemos apela abiertamente al odio del contrario. El último ejemplo de esta estrategia de Podemos es el Odiobús que ha circulado, mientras no se ha estropeado, por las calles de Madrid.
Pablo Iglesias y los suyos justificaron el autobús con el argumento de que sirve para denunciar la corrupción en España. Pero esto es falso. Falso de toda falsedad. La función del autobús no era denunciar la corrupción. Era usar la corrupción para fomentar el odio a las personas cuyas imágenes aparecían en sus laterales y, sobre todo, a los adversarios políticos de Podemos.
La prueba es que no todas las personas que aparecían en el Odiobús estaban condenadas o tan siquiera acusadas de corrupción. Esperanza Aguirre, por ejemplo, salía en el autobús pese a no estar imputada en ningún proceso. Su dimisión se ha producido por causas judiciales abiertas contra sus colaboradores más cercanos, pero no contra ella misma. No se puede decir lo mismo de los concejales de Carmena, entre los que ha habido varios imputados, procesados e incluso condenados en primera instancia. Un autobús con los rostros de concejales madrileños imputados incluiría solo los de los concejales de Carmena.
La mezcla de rostros en el Odiobús estaba hecha con toda la intención, claro. Pretendía dar una apariencia de veracidad a la denuncia. La base de toda gran mentira es que incluya una dosis de verdad.
¿Significa esto disculpar la corrupción? No. En absoluto. La corrupción es uno de los grandes enemigos de nuestra democracia. Debe ser combatida sin descanso. Y, sí, por desgracia ha afectado a miembros del Partido Popular. Pero el propósito del Odiobús no era luchar contra la corrupción. Era sacar rédito político de ella.
Podemos, con este autobús, ha creado un tribunal popular. Un tribunal popular con el que se arroga el poder de juzgar, condenar e imponer penas a sus adversarios políticos. Insisto, no a los corruptos, no a los delincuentes. A sus adversarios.
Porque cuando los delincuentes son de su cuerda política, no dudan en homenajearles. Ahí están los ejemplos de Arnaldo Otegui, Andrés Bódalo y Alfon para demostrarlo.
A Podemos, más que el crimen, le importa la ideología del criminal. Y, sobre todo, le importa erigirse en el tribunal que imparta una justicia popular basada, ante todo, en criterios políticos. Los culpables son sus adversarios políticos. Y las penas son las infamantes, el escarnio público, las penas generadoras de odio que buscan destruir la imagen pública del declarado culpable. Pablo Iglesias se cree una especie de Gorrión Supremo, el fanático religioso de la serie Juego de tronos que destruye a sus enemigos políticos sometiéndolos al escarnio público.
La suprema ironía es que Carmena se presenta a los madrileños como una firme enemiga de los incitadores al odio. Pero cuando es Podemos el que lo siembra odio, ella aplaude. Este es el verdadero rostro de la abuelita que dirige el Ayuntamiento de Madrid.
Percival Manglano, concejal del Partido Popular en el Ayuntamiento de Madrid.