En esta época de exaltación de los hechos diferenciales y de naciones históricas varias, algo generalmente ignorado es la enorme uniformidad de los apellidos españoles. No es sólo que el apellido más habitual en España sea García (un apellido de origen vasco-navarro cuyas primeras referencias se remontan al siglo VIII y que, al parecer, significa oso); es que García es el apellido más frecuente en 31 de las 52 provincias españolas. Los siguientes apellidos más habituales son Rodríguez (mayoritario en 4 provincias) y Fernández (mayoritario en otras 4 provincias).
¿Son los apellidos en las provincias que los nacionalistas definen como parte de una nación ajena a la española distintos a los del resto de España? En absoluto.
En las cuatro provincias catalanas el apellido más habitual es García (seguido, en general, de Martínez y López). Y en las tres provincias vascas García también es el apellido predominante (seguido de González y Fernández); en Navarra García es el segundo apellido más común, a escasa distancia de Martínez.
La excepción (relativa) a la regla es Galicia. En dicha comunidad García es el apellido predominante sólo en La Coruña. En Orense y Pontevedra es Rodríguez y en Lugo es López.
En Guipúzcoa el apellido más común que pueda identificarse como poco habitual fuera del País Vasco es Garmendia. Es el duodécimo más frecuente. En Gerona el apellido catalán más frecuente es Vila. Es el noveno más frecuente. Llamativo es el caso del apellido Pons. Es el octavo más común en Baleares pese a ser de origen leridano; en Lérida es sólo el 29º más habitual. Destacable también es el hecho de que tanto en Ceuta como en Melilla el apellido más frecuente sea Mohamed.
La conclusión de este rápido análisis es que quien quiera encontrar diferencias intrínsecas entre españoles residentes en Barcelona, San Sebastián, Madrid o cualquier otra parte de España lo hará en balde. Los apellidos compartidos son testimonio de una historia compartida. Siglos de matrimonios y de cambios de residencia dentro de una misma comunidad política han hecho que los españoles estemos todos mezclados entre sí. La pureza de sangre –sea religiosa o regional– es una aspiración tan antigua como irrealizada en España.
Los discursos políticos basados en la diferenciación taxativa entre españoles son falsos. Por supuesto que tanto la cultura vasca como la catalana tienen características históricas propias. Pero de ahí a decir que el pueblo vasco o el catalán son radicalmente distintos al español es simplemente absurdo (tanto como reescribir la historia para demostrar que grandes figuras de otras partes de España como Cervantes eran en realidad catalanas). Cosa distinta es que la élite nacionalista no comparta apellidos con la mayoría catalana (o vasca); esto a lo que apunta es a su esnobismo y a las diferencias sociales entre catalanes, que se agravarían en caso de alcanzar los separatistas sus objetivos, con una elite nacionalista por encima de los demás.
Y es que el nacionalismo exaltador de las diferencias no es sólo absurdo, también es peligroso. La invención de razas siempre lo es. Recordemos, por ejemplo, los múltiples casos de expulsión masiva de personas consideradas extrañas tras la creación de un nuevo país. Ocurrió en España en 1492 con los judíos y fue una constante durante el siglo XX; el último ejemplo en Europa vino tras el desmembramiento de Yugoslavia. En el País Vasco, en cambio, la expulsión de 200.000 vascos se hizo a punta de pistola terrorista antes de su pretendida independencia. En Cataluña, la presión para unificar la nación catalana expulsando a los españoles no se ha hecho físicamente, pero es llamativa la evolución de los nombres de pila: los castellanos han prácticamente desaparecido en los últimos quince años. La ausencia de una preponderancia de apellidos catalanes en Cataluña contribuirá a basar la decisión sobre quién es y quién no es catalán en criterios de afinidad política nacionalista. Poco se pregunta qué pasaría con los no catalanes tras una hipotética independencia.