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Pedro Fernández Barbadillo

Setién, el soberbio que hundió su diócesis

Si la mitad o más de los fieles verdaderos de una diócesis está convencida de que un prelado es un canalla, algo hay que hacer. El mismo Juan Pablo II que le nombró, le pidió su renuncia.

Si la mitad o más de los fieles verdaderos de una diócesis está convencida de que un prelado es un canalla, algo hay que hacer. El mismo Juan Pablo II que le nombró, le pidió su renuncia.
José María Setién | EFE

Un decreto del Concilio Vaticano II definió el seminario como "el corazón de la diócesis". A la vista de lo ocurrido en los años posteriores, la mayoría de las diócesis católicas del mundo padecen braquicardia, es decir, que el corazón late muy despacio. Ahora bien, las diócesis vascas, navarras y catalanas, antes viveros de curas, están en parada cardiorrespiratoria.

En 1960 los seminaristas mayores en toda España eran 8.021, y en las cuatro diócesis vasconavarras ascendían a 740. En 1975 ya habían caído a 2.371 y 140, respectivamente. Y en 1990 los seminaristas vasconavarros eran sólo 89 de 1.999 en España entera.

Desde su fundación en 1949, quien gobernó la diócesis guipuzcoana durante más tiempo fue José María Setién, obispo auxiliar entre 1972 y 1979 y titular entre este año y 2000; es, por tanto, el mayor responsable de la debacle. A pesar de su alabada cultura, Setién culpaba de la caída de su seminario no al nacionalismo vasco, que, con su colaboración, había tomado el lugar de la religión, sino a la revolución juvenil de Mayo del 68.

¿Cuál era el ambiente entre el clero vasco y navarro en esos años? Pues muy similar al del resto de la sociedad: matonismo de los elementos de izquierda y abertzales y cobardía de las instituciones, ésta presentada como moderación o prudencia.

Obispo espiado por el ‘euskoklero’

En 1968, sesenta sacerdotes se encerraron en el seminario de Derio (hoy convertido en hotel); semejante conducta no implicó ningún castigo a los revoltosos. Al periodista Vicente Talón, el obispo de Bilbao Pablo Gúrpide, fallecido en 1968, le reveló que sus curas nacionalistas le espiaban. El predecesor de Setién, Jacinto Argaya, obispo entre 1968 y 1979, ante las ocupaciones de iglesias por parte de sus curas más levantiscos y de grupos de paisanos solicitaba el desalojo de los templos, pero se echaba para atrás cuando el gobernador civil le exigía la petición por escrito (la reacción de ese gobernador consistía en impedir la entrada de alimentos y bebida, con lo que el encierro se reducía a dos o tres días).

Por si acaso, a Luis Larrea (obispo de Bilbao entre 1979-1995) los fieles no le veían por la calle ni sabían nada de él. Y Argaya recomendó a los hermanos Munilla que se marcharan a estudiar al seminario de Toledo, dirigido por Marcelo González, expulsado del arzobispado de Barcelona por la presión de los sacerdotes y laicos catalanistas (Volem bisbes catalans!).

Como no voy a contar mis experiencias, prefiero recurrir a otros testimonios. José Barrionuevo, ministro de Interior, a quien hay que reconocerle su asistencia a los funerales de las víctimas de ETA, cuenta en sus memorias infectos ejemplos de la falta de comprensión del clero abertzale, como la suspensión de un funeral porque el ataúd del asesinado tenía una bandera nacional o el empeño en pronunciar frases del ritual en euskera, lengua que desconocían casi todos los asistentes y con la que los etarras habían redactado sus condenas de muerte.

El 'Pueblo Vasco' sustituye al Pueblo de Dios

Setién no autorizó que el funeral por el senador socialista Enrique Casas, asesinado por ETA, se celebrase en la catedral del Buen Pastor, porque luego podía pedírselo la familia de un etarra y era mejor evitar conflictos. Cuando ETA asesinó a Gregorio Ordóñez, sin que Setién hubiera salido jamás en defensa de su derecho a hacer política, el obispo presionó a la familia del presidente del PP guipuzcoano para que le permitiera oficiar el funeral; ya al año siguiente, puso trabas a la celebración de misas de aniversario.

Aunque es fácil calificar a Setién de obisparra, la realidad es que los terroristas y su mundo no lo consideraban de los suyos. Desde su estancia en la Universidad Pontifica de Salamanca, era un nacionalista vasco de pies a cabeza, partidario del derecho de autodeterminación, aunque matizaba que no necesariamente con un derecho a la secesión incluido. Por eso, arremetía contra lo español y consideraba a los vascos no nacionalistas como españolistas, de la misma manera que en cualquier batzoki o herriko taberna. Pero condenaba el terrorismo de ETA, más por socialista que por vasquista.

Dentro de su mentalidad, era capital impedir el enfrentamiento dentro del Pueblo Vasco (escrito así, con mayúsculas). Por eso sus condenas a ETA siempre incluían un balanceo con la invocación de los derechos de los presos etarras o la tortura o la reforma de la Constitución. En esto coincidía con el obispo Juan María Uriarte (tío de una dirigente de Herri Batasuna), el jesuita José Ramón Scheifler, profesor en Deusto y columnista en Deia, y muchos sacerdotes más: existe un Pueblo Vasco alterado por lo español, y cuando se reconozcan su existencia y sus derechos políticos el terrorismo desaparecerá; mientras tanto, se repudiaba la violencia con la coletilla de "venga de donde venga".

De ahí su pretendida equidistancia. Una muestra de la cual fue su paso junto a una manifestación de los hijos y empleados del empresario José María Aldaya en favor de la libertad de éste sin dedicarles ni una mirada. No se sabe de ningún etarra que por las palabras de Setién se arrepintiera de sus asesinatos; pero lo importante era que en un futuro próximo los padres y los chicos de la gasolina pudieran sentarse a la mesa familiar en paz. La consecuencia es una diócesis arrasada por el descreimiento, pero eso no le importa a quien considera al Pueblo Vasco la Iglesia de Dios en la Tierra.

Por cobardía, los demás obispos dejaron la cuestión vasca a Setién, rendidos ante sus títulos universitarios y su carácter. Siendo mayoría en la Conferencia Episcopal el tipo de obispo melifluo como José Sánchez o Ramón Echarren, no sorprende que alguien con sus metas claras y con comportamientos de déspota se impusiera. Sólo alguna que otra vez se levantaba otro obispo contra la conducta y las declaraciones de Setién. Igual que ahora, que sobran dedos de una mano para contar los obispos que se hayan opuesto a las pasmosas declaraciones del arzobispo de Madrid implicando a la Virgen María en la huelga feminista del 8 de marzo o favorables a exhumar a Franco del Valle de los Caídos.

Como otros obispos afines a los nacionalismos catalán y vasco, Setién gozó del aprecio de políticos; en su caso, del de Juan José Ibarretxe, que lo tenía como un asesor de confianza. Sin embargo, Setién, al igual que esos otros monseñores (Jubany, Martínez Sistach, Omella), no empleó su influencia para disuadir a los políticos de la aprobación de leyes anticristianas o divisorias de la sociedad, ni para impulsar, por ejemplo, ayudas a las madres que estuvieran en trance de abortar; él prefería la política… y el ordeno y mando.

El pecado de escándalo

Cuando el Vaticano dio un giro a las diócesis vascas, por influencia del cardenal Rouco, al nombrar para la de San Sebastián a Munilla y para la de Bilbao a Mario Iceta, un cura vizcaíno amigo me explicó que, a pesar de las quejas iniciales, Munilla se haría con el control de la diócesis muy pronto, ya que estaba diseñada por Setién para que él pudiera gobernarla como un déspota, mientras que Bilbao sería una plaza más difícil debido al poder cedido a los consejos diocesanos instaurados por los obispos Cirarda y Uriarte. Y así ha sido.

Ciertamente, la opinión popular no debe imponer a Roma los obispos, ya que éstos no se presentan a elecciones. Un obispo puede ser antipático, descortés, tímido, displicente, y llevar la diócesis de manera magnífica; pero si la mitad o más de los fieles verdaderos de una diócesis (los que acuden a misa, hacen donativos, participan en cofradías…) está convencida de que un prelado es un canalla, algo hay que hacer. El mismo Juan Pablo II que le nombró, le pidió su renuncia.

Cuando los obispos vascos emitieron su última declaración sobre ETA incluyeron esta frase: "Somos conscientes de que también se han dado entre nosotros complicidades, ambigüedades, omisiones… por las que pedimos sinceramente perdón". Sin que añadamos críticas a una petición de perdón genérica (¿los pecados no son individuales, al igual que las reparaciones?), todos los que la leyeron pensaron en la misma persona. Y ése ha sido el gran pecado de José María Setién, el de escándalo.

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