Cuando Felipe IV, el Rey Planeta, falleció –en 1665–, su heredero, Carlos, hijo de su segunda esposa, la archiduquesa Mariana de Austria, tenía sólo cuatro años y era un niño enfermizo y deforme. Pocos creían que viviría mucho tiempo.
El reinado de Carlos II, el Hechizado, que duró 35 años, hasta 1700, coincidió con el mucho más largo de Luis XIV de Francia. Este rey, elogiado por Voltaire a tal punto que consiguió que el siglo XVII haya recibido el apodo del Siglo de Luis XIV, incendió Europa a fin de engrandecer su poder. Sus principales enemigos fueron España (a la que arrebató el Rosellón y la Cerdaña en el sur, el Franco Condado en el este y Artois, Dunquerque y Lille en el Canal de la Mancha) y los Habsburgo.
El rey francés, que había empezado a reinar de manera personal en 1661, después de una larga regencia, estaba casado desde 1660 con la infanta María Teresa de Austria, hija de Felipe IV y de Isabel de Borbón, hija ésta a su vez de Enrique IV, el primer Borbón que reinó en Francia; además, su madre era Ana de Austria, hermana de Felipe IV. De esta manera, Luis XIV creía que su familia tenía derecho al trono de España.
La descendencia del rey era un asunto de tanta importancia para sus pueblos que, como pasaba el tiempo y la primera esposa de Carlos, María Luisa de Orleans, reina consorte de 1679 a 1689, no quedaba embarazada, por Madrid corrió una copla:
Parid, bella flor de lis,
que en aflicción tan extraña,
si parís, parís a España,
si no parís, a París.
La segunda esposa fue Mariana de Neoburgo, hija del conde del Palatinado, escogida por provenir de una familia fértil. Se casaron en 1690, pero tampoco tuvieron hijos.
Como el estado de salud del monarca no era ningún secreto, pronto las potencias europeas empezaron a planear el reparto de la vieja piel del cansado león español.
Tres acuerdos de reparto
En 1668 se firmaron dos paces: el Tratado de Lisboa, por el que Madrid reconocía la separación de Portugal –que se sublevó en 1640–, y en el que intervino el rey inglés Carlos II, y el Tratado de Aquisgrán, que puso fin a la Guerra de Devolución con Francia. Pero en enero de ese año Luis XIV ofreció al emperador Leopoldo I un tratado secreto de reparto de la Monarquía Hispánica en el caso de que el rey muriera sin sucesión. Viena recibiría España, las Indias y el Milanesado, mientras que París se reservaba Flandes, el Franco Condado, las Filipinas, Nápoles, Sicilia, Navarra, Rosas y las plazas del norte de África. Recibió el nombre de Tratado de Crémonville, por el diplomático francés que lo propuso. Leopoldo I, entonces el pariente más cercano a Carlos II y casado desde 1666 con la infanta Margarita de Austria, sobrina suya y hermana del español, no lo ratificó. También se opusieron al reparto Inglaterra y las Provincias Unidas.
En 1696 Carlos II, por presión de su madre, Mariana de Austria, designó heredero al príncipe José Fernando de Baviera, nacido en octubre de 1692. El niño era bisnieto de Mariana de Austria y Felipe IV, sobrino nieto suyo y nieto de Leopoldo I, que le educó en Viena.
El Tratado de Ryswick (1697) puso fin a las guerras que en las décadas anteriores había provocado Luis XIV. En él, el francés fue generoso con España y devolvió los territorios y las plazas conquistados en Cataluña y los Países Bajos, aunque recibió la parte occidental de La Española, que luego fue Haití. Así trataba de congraciarse con Carlos II.
Al año siguiente, con la excusa de asegurar "la tranquilidad de la Europa", Luis XIV propuso un nuevo reparto pacífico del imperio español, que contó con la aprobación del padre de José Fernando, el elector de Baviera Maximiliano II, que dudaba de que, encajonado entre Francia y Austria, pudiera hacer cumplir el testamento. En octubre de 1698 se firmó el nuevo tratado secreto, llamado de La Haya. España, los Países Bajos, las Indias, Cerdeña y Filipinas serían para José Fernando; Guipúzcoa, Nápoles y Sicilia para el Delfín de Francia, y el Milanesado para el segundo hijo de Leopoldo, el archiduque Carlos.
En cuanto se conoció este tratado, Carlos II ratificó que dejaba la totalidad de sus estados al príncipe José Fernando, quien falleció en febrero de 1699 de manera tan repentina que se atribuyó a un envenenamiento.
El obispo de Solsona, embajador en Viena, escribió ese año sobre "el sumo vilipendio y desgracia que nos amenaza". Otro diplomático, Francisco Bernardo de Quirós, ministro en La Haya, se sentía sobrecogido, porque el futuro sólo ofrecía "o una separación de dominios de la Monarquía o una guerra sangrienta".
En marzo de 1700 Francia, Inglaterra y Holanda pactaron un nuevo reparto en el Tratado de Londres: el delfín Luis recibiría Guipúzcoa, Nápoles, Sicilia y el Milanesado; y el archiduque Carlos reinaría sobre el resto de España, las Indias, Filipinas y las plazas africanas, pero debía renunciar a heredar el Sacro Imperio si su hermano moría sin descendencia masculina, como ocurrió.
Este tratado lo comunicaron a Madrid los embajadores españoles en Londres, La Haya y Viena. La protesta de Carlos II fue aun más dura. El embajador imperial, el conde de Harrach, aconsejó a Leopoldo, que no se había adherido al Tratado de Londres porque esperaba que su hijo heredase la totalidad de la Monarquía Hispánica, que lo repudiase para atraerse a los ministros españoles, pero el emperador reaccionó con poca decisión. Viena perdió mucho prestigio en Madrid. Si la rama austriaca de los Habsburgo dejaba de ser leal a la rama española, ésta tampoco tenía que serlo a su pariente.
En los tres acuerdos, Luis XIV estaba empeñado en poner un pie al sur de los Pirineos, fuese en Navarra o en Guipúzcoa.
El testamento definitivo
Carlos II dictó testamento poco antes de morir, lo que ocurrió el Día de Todos los Santos de 1700. Escogió como su sucesor al segundo hijo varón del Gran Delfín, a Felipe de Borbón, duque de Anjou y nieto de Luis XIV, sin que las Cortes del reino hubieran participado en la elección. En la designación había influido el papa Inocencio XII, fallecido en septiembre y súbdito del rey español como napolitano que era de nación, y el partido profrancés de la corte, encabezado por el cardenal Portocarrero, que estaba convencido de que el apoyo del belicoso Luis XIV protegería a la Monarquía de su desmembración.
Y así lo dejó escrito el último Austria español:
Declaro ser mi sucesor, en caso de que Dios me lleve sin dejar hijos, al Duque de Anjou, hijo segundo del Delfín, y como tal le llamo a la sucesión de todos mis Reinos y dominios, sin excepción de ninguna parte de ellos. Y mando y ordeno a todos mis súbditos y vasallos de todos mis Reinos y señoríos que en el caso referido de que Dios me lleve sin sucesión legítima le tengan y reconozcan por su rey y señor natural, y se le dé luego, y sin la menor dilación, la posesión actual, precediendo el juramento que debe hacer de observar las leyes, fueros y costumbres de dichos mis Reinos y señoríos.
En su alegría, Luis XIV no reparó en que había abierto la caja de Pandora. Había introducido en la política europea una planta venenosa que en los siglos siguientes creció y asfixió las relaciones internacionales: los repartos de Estados en época de paz. Polonia fue la principal víctima de este modo de obrar, ya que sufrió cuatro repartos, el último en 1939.