En todas las elecciones presidenciales de EEUU hay sorpresas de octubre, aunque la expresión se acuñara en las de 1972, cuando el secretario de Estado Kissinger anunció un inminente acuerdo de paz en Vietnam doce días antes de la votación en que Nixon obtuvo la mayor victoria en el colegio electoral de un republicano hasta 1984.
El periodista William Safire definió la “sorpresa de octubre” como una “interrupción de último minuto antes de una elección. Truco político inesperado, revelación o maniobra diplomática que podría afectar el resultado de una elección”. En las elecciones de 2016 fueron muy abundantes: vídeos y testimonios sobre la conducta machista de Trump, una investigación del FBI sobre los correos electrónicos de Hillary Clinton cuando era parte del Gobierno de Obama… En ésta lo es la implicación de las big tech en la campaña contra el presidente Trump.
Todo comenzó cuando el periódico New York Post publicó una pequeña sorpresa de octubre que afectaba al hijo del candidato demócrata, Joe Biden. La exclusiva periodística consistía en correos electrónicos y archivos obtenidos de un ordenador portátil entregado a una tienda de reparaciones en Nueva York, pero nunca recogido. Los archivos y correos probaban que Hunter Biden había recurrido a su padre en los años en que éste fue vicepresidente de Barack Obama para favorecer a su empleador, la petrolera ucraniana Burisma.
La reacción de Twitter y Facebook consistió en censurar las cuentas del New York Post para impedir la difusión de los reportajes. Facebook, además, dijo que como la información era dudosa, cedía la palabra a los fact-checkers independientes (sic) con los que trabaja para que la comprobasen. La cuenta de TW del New York Post sigue suspendida en el momento de escribir esta columna.
Así, Twitter y Facebook convirtieron la confirmación de un escándalo de corrupción ya conocido en la madre de todas las sorpresas de octubre. Aunque en España la prensa de papel de pago apenas ha comentado el asunto (y cuando lo ha hecho ha insinuado que se trataba de una manipulación rusa, lo que ha negado el Departamento de Justicia), en Estados Unidos ha supuesto la prueba del tres de que varias de las empresas más poderosas del planeta han tomado partido en la campaña electoral y tratan de influir en el resultado mediante su dinero y sus servicios, en una versión ampliada de los caciques que daban a los campesinos la papeleta a la entrada del centro de votación.
¿Y a qué se debe esta visceralidad de las grandes empresas del sector tecnológico contra el presidente? ¿Es que los republicanos ya no son amigos de las multinacionales?
'Joint venture' de capitalistas y comunistas chinos
Trump elaboró su programa sobre el apoyo a las pequeñas empresas y a los trabajadores, en oposición a la deslocalización de fábricas y las prolijas reglas medioambientales, y contra unas reglas de supuesto libre comercio que sólo benefician al menos libre de los países del mundo, la China comunista.
El Partido Comunista chino se ha convertido en las últimas décadas, desde que el presidente Nixon recompuso las relaciones diplomáticas (y económicas) con Pekín –a costa de Taiwán–, en socio de las multinacionales occidentales. China garantiza un gran mercado, precios bajos, mano de obra barata y ausencia de huelgas. Trump, por el contrario, trata de romper esta situación que mezcla lo peor del capitalismo con lo habitual del comunismo. Los megarricos alaban el modelo chino, no sólo en lo que se refiere a la producción de bienes de consumo sino, también, al control de la población y hasta la erradicación del coronavirus. Según la doctrina trumpista, las ventajas del capitalismo deben beneficiar a las naciones libres y que cumplen las reglas básicas del comercio.
Un segundo factor es la pretensión de Trump de detener el crecimiento exacerbado de estas big tech, suprimir sus privilegios y reducir su condición monopolística. El presidente pretende que, si censuran los contenidos que sus clientes escriben en sus cuentas, dejen de ser simples plataformas, sin ninguna responsabilidad legal ni económica por los mensajes, y pasen a ser medios de comunicación susceptibles de ser denunciados por difamación o delitos de odio.
Y, por último, pero no menos importante, el Departamento de Justicia acaba de comenzar un proceso por prácticas monopolísticas contra Google que recuerda las acciones de otro presidente republicano, Theodore Roosevelt, contra los trusts que a principios del siglo XX controlaban la economía, y la política, nacionales. Las FAANG (Facebook, Amazon, Apple, Netflix y Google), las nuevas estrellas de la economía global, podrían acabar siendo desmontadas como le ocurrió a la Standard Oil Trust de Rockefeller.
El dinero y el poder en juego son incalculables. Y, por tanto, no nos puede sorprender que un miembro de esta oligarquía, Peter Greenberger, que fue directivo de Twitter y de Google, en una entrevista en la CNN el pasado martes haya propuesto que estas dos redes sociales “silencien” a Trump en los próximos días, con la excusa de que difunde fake news y puede incitar a la gente a echarse a las calles en el caso de perder las elecciones.
Por ahora, los únicos matones que se han apoderado de algunas ciudades de Estados Unidos con la connivencia de las autoridades políticas son los de Black Lives Matter. Pero esta mentira no provoca la intervención de la policía del pensamiento.
Pedro Fernández Barbadillo es autor de Los césares del imperio americano.