En ocasiones Dios nos da bromas que nos hacen reír a carcajadas. Tenemos a los progres midiendo los centímetros de los escotes y las faldas de las mujeres, como monjas de un internado, y clamando “¡Rusia es culpable!”, como Serrano Suñer.
Cuando en 2016 quedó claro, para sorpresa de casi todo el mundo, que el empresario inmobiliario y estrella de la televisión Donald Trump era el candidato del Partido Republicano a la presidencia de EEUU, una de las campañas que pusieron en marcha contra él los demócratas y un sector de los republicanos consistió en acusarle de tener vínculos con una potencia extranjera. Ni más ni menos que con Rusia. El tono de la campaña fue subiendo hasta incluir la afirmación de que Vladímir Putin tenía unos vídeos de Trump con los que chantajearle en el caso imposible, por supuesto, de que alcanzase la presidencia.
Los medios de comunicación progresistas de EEUU y sus sucursales de España y otras naciones europeas denunciaban la infiltración del espionaje ruso en la política norteamericana. ¡Como hizo el senador Joseph McCarthy en los años 40 y 50!
El bulo se convirtió en una creencia en el bando demócrata, como en sectores de la derecha conspiracionista lo había sido el nacimiento de Barack Obama en el extranjero. Incluso antes de la votación del Colegio Electoral, un grupo de miembros de éste, entre los que estaba una hija de Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes, reclamó a la comunidad de inteligencia información sobre los vínculos de Trump con Moscú. Igualmente, los círculos progresistas señalaron la ilegitimidad de la victoria del candidato republicano porque se había conseguido gracias a los hackers rusos, que difundieron correos electrónicos de Hillary Clinton cuando era secretaria de Estado. O Trump era un agente ruso o había contado con la ayuda de Moscú.
Así, desde antes de que firmase un solo documento oficial, la Administración de Trump ha estado bajo la sospecha de colusión con Rusia. En cualquier caso, concluían, se trataba de un peligro para EEUU. En mayo de 2017, el ministro de Justicia de Trump nombró un fiscal especial, Robert Mueller, exdirector del FBI, para investigar las injerencias rusas en la campaña electoral del año anterior. Concluyó su tarea en diciembre de 2019. El comité de inteligencia del Senado realizó otra investigación, que ha terminado en 2020. En ambos casos, Trump emergía inocente de las acusaciones de los demócratas.
¿Espió la Casa Blanca de Obama a Trump?
Pero las investigaciones desvelaron otro asunto. Trump ha señalado varias veces que la Administración Obama espió a su equipo de campaña en 2016, con la excusa de buscar huellas rusas de las que acusarle. De ser cierto, se trataría de un escándalo mucho más grave que los ladrones enviados por la gente de Richard Nixon a robar en la sede del Partido Demócrata, en el edificio Watergate, pues aquí se habrían usado recursos y personal públicos por parte de un presidente para favorecer a una candidata. En el Senado han continuado las pesquisas y la reclamación de documentos a la CIA, aunque ahora en el otro sentido: los actos de la Administración Obama.
En una de esas sorpresas de octubre que cada vez abundan más en las campañas electorales estadounidenses, el director nacional de inteligencia, John Ratcliffe, cargo nombrado por Trump, anunció la desclasificación de documentos sobre la investigación del FBI y el hackeo del servidor usado por Hillary Clinton. En este paquete se incluyen las notas redactadas por el entonces jefe de la CIA, John Brennan, que pueden revelar que la información obtenida sobre Clinton la pasó a Obama y altos cargos de su Gobierno. Los demócratas han protestado e invocado la seguridad nacional y la cercanía de las elecciones.
La sospecha de la Administración Trump es que Hillary Clinton estaba al tanto de ese espionaje ilegal y que lo animó con la finalidad de encontrar algún indicio de vínculo entre Trump y Rusia. El presidente calificó esta supuesta conspiración como “el mayor delito político de la historia de nuestro país”. Pero puede haber otros motivos que los de hacer justicia.
Si bien ya sabemos que son muy poco fiables, las encuestas dan como vencedora el 3 de noviembre a la candidatura de Joe Biden y Kamala Harris. Trump, entonces, puede estar tratando de impulsar su campaña de reelección mediante la argucia de resucitar a su gran adversaria, derrotada hace cuatro años. El nombre de Hillary Clinton, como un abracadabra, podría llevar votantes republicanos a las urnas.
O quizá no, pues la mujer que definió las revelaciones sobre los coitos de su marido en el Despacho Oval como parte “una vasta conspiración de derechas” ya es definitivamente parte del pasado.