Paseaba por una calle andaluza y tuve una visión: España era una democracia madura cuya transición, con todos sus defectos, había impedido la resurrección de los conlfictos que tantos sufrimientos habían acarreado a millones de familias españolas, Desde los asesinados por las calles en la II República en acciones terroristas a los caídos en la Guerra civil sin olvidar a los fusilados en uno y en otro bando por razones políticas, la matanza como vía de elimninación del adversario había dejado paso a una convivencia tolerante basada en unas reglas de juego aceptables para todos. Las libertades se abrieron paso sobre las imposiciones y prohibiciones y se consideró esencial disponer de una patria común aunque diversa donde todos tuvieran cabida, con derechos y deberes reconocidos. Fue la parte feliz de un sueño en la que una España de todos crecía, inventaba, competía y florecía entre las naciones gracias a una nueva generación libre y capacitada.
Poco a poco, la sombra se fue apoderando de la luz de la tarde y comenzaron los escalofríos, señales del peligro. La muerte se había agazapado y escondido pero no había desaparecido del horizonte nacional. Los independentismos habían simulado su adhesión a esa nueva España pero no renunciaron nunca a sus objetivos con uso de la violencia. Los sindicatos, una vez dominados completamente por los herederos del marxismo, se proclamaban abiertamente republicanos y socialistas, a pesar de haber admitido una sociedad abierta y de mercado con un Estado equilibrador del que nutrieron ampliamente sus arcas. Uno de los grandes partidos nacionales, el socialista, unido cada vez al comunista, desbarataba lo que creimos conquistas convivenciales de la transición. Sus paragrupos comenzaron el escracheamiento de los adversarios y el otro gran partido, que completaba la visiòn neocanovista del bipartidismo con alternancia en el poder, incapaz de defender sus posiciones, prefería la supervivencia de su casta dirigente a afrontar la creciente herida rediviva.
Ya saben que en los sueños, las historias son imperfectas. Noté que estaba al final del sueño porque un sudor frìo y generoso bajaba de mi frente a mi cuello. Un orador de parque público recitaba los males de la patria, desde el desastre de la educación a las barbaries autonómicas, pasando por la inflación de derechos y el raquitismo de los deberes ciudadanos y llegando a la disolución moral de la corrupción y el fin de la fe en las instituciones acarreada por los pecados mortales que seguían cometiendo.
La angustia multiplicó mi pulso cuando en aquel tráfico onírico los que habíamos creído de buena fe en esa España abierta del futuro nos sentíamos ya diferentes a quienes sólo simularon aceptarla para, fanáticamente seguros de sus verdades históricas, continuar su guerra. La guerra, pues, no había terminado. Por fin se abría paso la revelación. Y en efecto, cuando me desperté, la guerra (fría) civil, nueva modalidad adoptada en 1978 como mal menor hasta debilitar decisivamente al adversario, todavía estaba aquí. Ahora se trataba de saber qué hacer.
Entonces, cuando la angustia invadió mis pulmones y mis ojos se llenaron de lágrimas, fue cuando me desperté de verdad. O eso creí.