Hace todo ese tiempo yo acababa de salir de la cárcel de Jerez, en la que, a pesar de ser la mía y la de mis compañeros de la ZYX una prisión preventiva, compartíamos galerías, patio, tareas y deportes con asesinos que tenían varias víctimas a sus espaldas, etarras entre ellos. Apenas teníamos conocimiento de la gran operación democrática que impulsaban muy especialmente los monárquicos, la Iglesia católica, un sorprendentemente moderado Partido Comunista y lo que luego fue la UCD. Aquella fragua, que no entendíamos por edad y por ideologías ignorantes y simplistas, fue criticada por todos nosotros y por todos aquellos que deseaban unos cambios más radicales. Curiosamente, todos los barquitos extremistas desgajados del Partido y un Partido Socialista al que los que poblamos la clandestinidad apenas conocíamos considerábamos al rey Juan Carlos una imposición franquista, a Adolfo Suárez un falangista con raíces y a las primeras elecciones una pérdida de tiempo. Naturalmente, no fuimos a las urnas.
Se trataba, en nuestra política ficción, de suponernos propietarios de valores intelectuales y morales superiores a los de la mayoría de la población española, un rebaño de alienados por el "sistema" (raíz etimológico-política de la "casta") sin proyectos positivos ni conocimientos suficientes de nada, ni de filosofía, ni de historia –si acaso, algo de esquemas marxistas o confusiones libertarias–, ni de economía, ni de política, ni de derecho, ni de ciencia ni de tecnología. Ni siquiera de literatura, materia en la que leíamos y cantábamos a Machado (Antonio) y a Miguel Hernández, pasando por un Lorca reducido y maquillado. Todo lo que repetíamos como papagayos eran fórmulas distorsionadas acuñadas por quienes aspiraban a aglutinar a todos aquellos antifranquistas emocionales.
El tiempo, sentó Einstein, es una magnitud objetiva de la realidad. Pero no sólo a grandes velocidades y energías. También en la escala humana, en la experiencia biográfica de las personas. El tiempo confiere experiencia, esa extraordinaria capacidad de la que Aristóteles ya sentenció que era intransferible, y sentido de la realidad. Bergson añadió que el tiempo creaba realidades nuevas, en una evolución, personal y cósmica, indefinida y maravillosa.
Pero nosotros, como los ingenuos que pueblan hoy Podemos, que parecen haber perdido toda voluntad de crítica, no queríamos la realidad, de la que no sabíamos nada, sino la utopía, de la que era bien sencillo ser catedráticos, por su limitación a las generalizaciones buenistas y abstractas.
Si por nosotros hubiera sido, la Transición no habría tenido lugar, lo que habría abocado España a un borrascoso futuro. Afortunadamente, aquel pueblo español alienado nos salvó de la estupidez de hacer y hacernos daños irreparables dando paso a una democracia posible, imperfecta desde luego, pero muy superior a las diarreas mentales de los dirigentes de Podemos. Pero, claro, aunque nos parecimos, hubo tres cosas que nunca abandonamos: el sentido crítico, la exigencia ética de la coherencia y el ejemplo y el amor a los hechos mismos, que componen la sustancia de la verdad que se revela en la inspiración liberal.