Apenas había terminado la final europea con la victoria del Real Madrid, cuando las emisoras de radio, siempre más rápidas, daban la noticia de un atentado, otro, en Londres. Se habló de un vehículo atropellando peatones en el Puente de Londres. Luego supimos que tres asesinos islamistas se bajaron del coche en el Mercado de Borough y comenzaron a asestar cuchilladas al público presente en el recinto al grito de "Esto es por Alá". Siete muertos, por ahora, y decenas de heridos.
Es el segundo atentado en el Reino Unido en menos de quince días, tras la explosión de una bomba a la salida de un concierto de Ariana Grande en Mánchester. Suma y sigue: París, Niza, Bruselas, Estocolmo, Berlín, Múnich y Londres, puente de Westminster. Los mismos 400 millones que disfrutaron del partido de la final de la Champion tuvieron luego noticia del atentado. Seguramente, bastantes habrán pensado qué hubiera ocurrido si un atentado de este u otro tipo tiene lugar en un estadio donde miles de aficionados se reúnen para gozar de un juego que, como muchos otros deportes, sustituye la violencia atávica por una competición pacífica.
Lo políticamente correcto no permite decir lo que debe ser dicho. Pero hay que decirlo. Europa, la Europa cristiana –que no de otra parte viene la idea de la tolerancia–, superó siglos de violencia religiosa y de intransigencia intelectual en un proceso que comenzó hace casi cuatro siglos. Naturalmente, ello fue posible porque, junto al fanatismo y la exaltación de lo incomprobable, en el cristianismo siempre ha latido un deseo de racionalidad. Desde muy tempranos tiempos, la Iglesia trató con cuidado a la razón y finalmente, no sin excesos ni pecados, se vio obligada a reconocer que es preciso convivir con otras creencias en el foro público, siempre que entre todas ellas haya libertad de acción y reciprocidad de trato bajo el imperio de un derecho compartido.
Eso no ha ocurrido en el islam. Quizá hubo oportunidades para ello, pero no se consumaron. A pesar de haber sido los musulmanes, singularmente los españoles, los encargados de transmitir la filosofía y la ciencia clásicas a los reinos cristianos, la razón siempre fue subordinada a una fe incontrolada y a una voluntad genética de conquista de toda la tierra. Los practicantes islámicos siempre, no ahora, han sido intolerantes y han tenido como finalidad la dominación del mundo. La supuesta convivencia de las culturas islámica y cristiana es, en general, una mentira.
Cuando se abre la puerta a lo políticamente incorrecto exiliado por el buenismo estúpido imperante se aparece la figura de Felipe III, artífice de la expulsión de los moriscos en España. Como decía Agapito Maestre en estas mismas páginas, no es ya tiempo de recuperar medidas así. Pero sí es tiempo de reflexionar por qué desde los tiempos de Carlos I y Felipe II se barajó la idea de dicha expulsión, con sus graves consecuencias económicas y sociales. Fue Huari Bumedián, el líder argelino, quien predijo en 1974 que los islamistas conquistarían el mundo con el vientre de sus mujeres sin pegar un solo tiro. Gadafi creía lo mismo. Llevaron camino de acertar en lo primero y erraron en lo segundo. Hay tiros, hay bombas, hay terrorismo.
Por eso, cada día más, Europa debería tener en cuenta sin prejuicios ni complejos por qué se concluyó en el siglo XVII que era imposible la convivencia de los islamistas en España. Y tras el partido y la noticia, es lo primero que se me ha venido a la cabeza. ¿Acaso no es correcto? Pues es lo natural.