Hace veinte años, en septiembre de 2001, ocurrieron dos tragedias. El día 11 fueron asesinadas en varios atentados terroristas en Estados Unidos 2.996 personas, casi todas de su población civil. Pero dos días antes, el 9 de septiembre, fue asesinado un comandante muyahidín antisoviético y antitalibán en un paraje de Afganistán cercano al río Amu Darya, tal vez uno de los cuatro del viejo paraíso, el griego Oxus, que los helenos y macedonios cruzaron al mando de Alejandro Magno.
Se trataba de Ahmad Shah Masud, el afgano, el León del Panjshir, el guerrero que combatió a los soviéticos y se enfrentó a los talibanes con Pakistán en la sombra y a los fanáticos del ISIS y Al Qaeda con otros reinos islamistas en la penumbra. Fue asesinado por dos árabes, terroristas islámicos –nadie ha certificado qué mano meció la cuna, aunque se habló de Al Qaeda–, disfrazados de periodistas, en cuyos instrumentos de trabajo se instaló la bomba que lo mató.
De la primera tragedia todos hemos visto, leído y sentido mucho. Fue una de las mortandades más inesperadas de la Historia y causó un estupor en Occidente del que no nos hemos recuperado. Como consecuencias, se produjo la invasión de Afganistán por parte de Estados Unidos y sus aliados europeos y se dio vía libre a la caza y captura del propio Osama ben Laden, a quien amparaban principalmente los talibanes. Finalmente, Ben Laden fue acorralado y ejecutado y los talibanes fueron derrotados y apartados del poder hasta finales de este agosto de 2021.
Del segundo asesinato terrorista, el del general y exministro afgano Ahmad Shah Masud, de Panjshir, nadie parece acordarse, a pesar de que es evidente que estuvo relacionado con el primero. Oriundo de esa provincia cercana a la cordillera de Pamir –que cuenta con muchos picos de más de 6.000 metros de altura, algunos renominados como Marx y Engels, fíjense en lo que hacía ya la URSS con la memoria histórico-geográfica, y que blinda el valle donde ya ha comenzado la nueva resistencia contra los talibanes–, el mejor aliado posible de Occidente en Afganistán debía morir antes del 11-S.
Masud era un musulmán enemigo del totalitarismo comunista invasor y del fanatismo teocrático islamista. Era una posibilidad de modernización política y religiosa, tal vez al estilo marroquí o incluso más avanzado, como el persa pre-Jomeini, con todos sus matices y claroscuros, desde la que la democracia y bastantes de sus valores podrían asentarse en la gran Asia Central.
Antes de su ejecución, cuenta Marcela Grad en su libro Massoud, un íntimo retrato del legendario líder afgano, estuvo leyendo poemas de la literatura sagrada sufí con un amigo íntimo hasta la madrugada. Uno de los poemas que se recitó aquella noche pertenecía al Memorial de los Santos, de Farid Ud-Din Atar, de los siglos XII y XIII:
Vi a un niño que llevaba una luz.
Le pregunté de dónde la había traído.
Él la apagó y me dijo:
"Ahora dime tú adónde se ha ido".
No lo mataron por su amor a la poesía ni al sufismo ni a su proyecto nacional. Lo asesinaron porque era quien llevaba las riendas de una caravana que seguía una ruta diferente y abierta que condujo, entre otras metas, a la Declaración de los Derechos Esenciales de las Mujeres Afganas, firmada por el propio Masud en Dusambé, Tayikistán, en septiembre de 2000, un año antes de su asesinato y de los atentados del 11-S.
En su borrador de junio de 2000, en la Sección III, tras un muy interesante preámbulo fundamentado, sobre todo, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, se decía y se dice:
El derecho fundamental de las mujeres afganas, como para todos los seres humanos, es la vida con dignidad, que incluye los siguientes derechos:
El derecho a la igualdad entre los hombres y las mujeres, y el derecho a la eliminación de todas las formas de discriminación y segregación basadas en el sexo, la raza o la religión.
El derecho a la seguridad personal y a la libertad de (aunque así consta en el texto aportado en el citado libro, debería decir, como es fácilmente deducible, contra) la tortura o tratamiento inhumano o degradante.
El derecho a la salud física y mental para las mujeres y sus hijos.
El derecho a la misma protección, de acuerdo con las leyes.
El derecho a la educación institucional en todas las disciplinas intelectuales y físicas.
El derecho a condiciones justas y favorables de trabajo.
El derecho a trasladarse libre e independientemente.
El derecho a la libertad de pensamiento, expresión, reunión y participación política.
El derecho a utilizar o no utilizar el chadari (burqa) o el pañuelo
El derecho a participar en actividades culturales incluyendo teatro, música y deportes.
Naturalmente no faltan quienes acusan a Masud de haber sido un agente de la CIA o del servicio secreto francés (estudió en un Liceo). Incluso lo delatan como islamista radical disfrazado o responsable de matanzas civiles de chiitas como la de Hafshar. La complejidad del tablero afgano puede comprobarse, por ejemplo, en el libro ¿Quo vadis Afganistán?, de Josep Baqués Quesada, publicado por el Instituto Universitario Gutiérrez Mellado, extrañamente hoy inencontrable en internet.
Salvo pruebas contundentes en contrario, prefiero creer que fue un héroe que admiraba al Charles de Gaulle demócrata y antinazi, el afgano de la libertad de un pueblo que la desconocía aunque tenía derecho a ella y que tuvo el coraje de pelear por lo que nuestro Occidente no ha tenido el valor ni la decencia ni la inteligencia de defender.
Quedan su leyenda, su ejemplo, su gente, sus hermanos, sus hijos, su valle rebelde, los versos sufíes y queda el nuevo rugido de un León hijo en el Panjshir.
También quedamos los ciudadanos integrantes de la civilización occidental, que, a pesar de que atentamos contra nosotros mismos con actos de estupidez suprema, somos la única esperanza posible para la libertad, la afgana, la nuestra propia y la de todos, una vez vacunados contra nuestros virus intestinos y recuperada la cordura. Ojalá. Dios lo quiera.