Me ha sorprendido comprobar que Ortega sólo utiliza una vez el verbo abortar en la primera edición de sus obras completas y lo usa como participio referido a la filosofía, a la que considera una tarea que se aborta a sí misma en incansable recorrido a lo Sísifo. Ni una palabra sobre la interrupción del embarazo, lo cual es notorio. La historia del aborto es la historia de la humanidad y su práctica se ha defendido o atacado con pasiones diversas. Desde la polémica sobre el único texto bíblico que se refiere a él, en el Éxodo, a las fluctuaciones comunistas sobre su prohibición (Lenin lo admite, Stalin lo prohíbe y China lo admite para restringir a la mujer el derecho a tener más de un hjo), la controversia es larga. Pero como en España parece del todo imposible un debate serio sobre un acontecimiento que es realmente un problema grave, serio y complejo –me remito al estupendo artículo de Daniel Rodríguez Herrera–, me acogeré a otra acepción del verbo abortar en su sentido de malograrse y me referiré a Andalucía, asolada estos días por corrupciones insoportables y abortada, como región clave de una España democrática, en dos ocasiones.
Enunciaré una tesis: la Andalucía querida por millones de andaluces al comienzo de la transición, una Andalucía en libertad, democrática equiparada en derechos, deberes y oportunidades, en desarrollo y bienestar, en educación y cultura con las regiones de España de siempre privilegiadas, País Vasco, Cataluña y Madrid, fue abortada desde la primera victoria electoral de la izquierda, 1979, elecciones municipales y alianza PSOE-PCE. Tras una primer contacto con el progreso en el siglo XVI, la primera tentativa de modernidad del Sur irrumpió en el siglo XIX de mano de un racimo de empresarios liberales. A principios del siglo XX, aquella Andalucía, cuna del primer alto horno, de fábricas textiles, de bancos pioneros, se hundió con otras regiones de España en el subdesarrollo y la dependencia. Fue un primer aborto inexplicado aunque se sospecha fue inducido por decisiones políticas favorables a otras regiones de España.
La llegada de la democracia parecía ser la esperanza para una tierra en la que millones de sus pobres tenían que emigrar sobre todo a Cataluña, Madrid y Valencia, además de Europa. Se aprobó la Constitución y, amparados en ella, los partidos de la izquierda –que la derecha jamás gobernó nada las municipales de 1995–, se empeñaron en aplicar su doctrina de raíz marxista sobre la banalidad de la democracia formal y liberal y sus leyes y su amor por la democracia real, que sólo existe si el socialismo triunfa. Sobre todo el PSOE, partido victorioso, ya de forma apabullante en 1982 y 1983, aplicó a rajatabla la doctrina y comenzó la erección de un régimen sindical socialista con tres patas principales: el poder de la Junta, el poder de la burocracia empresarial aliada y sometida a cambio de dinero para sus próceres y el poder sindical, a cambio de influencia social y económica y vida de lujo para sus sátrapas. Desde ese poder potentísimo, la tela de araña se fue extendiendo a la educación, la sanidad, la cultura, la cooperación, las cajas de ahorro, la comunicación... Y el invento ha durado hasta hoy hasta el punto que una victoria de la derecha más que moderada que hay en Andalucía se considera imposible en las próximas elecciones.
Pero las tres columnas del régimen, Junta, empresarios y sindicatos, están carcomidos por trascendentales escándalos de corrupción, que llegan a algunas ONG de izquieda, al fracaso de la educación, a la ruina de la famosa caja única, a la mediocre sanidad penetrada por sindicatos y partidos de izquierda en su aparato administrador... La Andalucía abierta y liberal que fue abortada desde 1982 tiene una nueva oportunidad si los que defendemos la potencia de una sociedad civil fuerte y autónoma del poder político somos capaces de articular, junto con los partidos y asociaciones que la defiendan, una alternativa de gobierno. Un tercer aborto sería demasiado.