El anteproyecto de ley de “memoria democrática” aprobado por el Gobierno de Sánchez e Iglesias renueva y refuerza el uso de la Guerra Civil como arma política que se ha enseñoreado de la actualidad española en los tres últimos lustros. Cambia la denominación de la norma, pero no el espíritu. Deja de ser de “memoria histórica”, si bien este cambio deja aún más en evidencia el sello manipulador de este tipo de legislación: solo una determinada visión del pasado, la dictada por la izquierda, puede ser “democrática”.
Nunca podrá ser una ley de “memoria democrática” la que en una democracia estigmatiza las memorias de al menos la mitad de los españoles; invisibiliza a las víctimas de la represión frentepopulista y a los exiliados que provocó, niega la anulación al menos simbólica de las sentencias de la represión política de los tribunales populares republicanos y obvia la responsabilidad de la izquierda en algunas de las mayores atrocidades cometidas durante el conflicto, como fue la persecución religiosa, que es lo que más podría aproximarse al término genocidio que hoy reconoce Naciones Unidas.
Es impactante que se renueve la apuesta del Gobierno de Sánchez e Iglesias por revisitar la Guerra Civil en plenos rebrotes de una pandemia que lamentablemente se ha cebado en la generación de españoles que sufrieron y protagonizaron directamente la contienda. Como si se quisiera utilizar el sufrimiento de ayer de esta generación para tapar, ochenta años después, el sufrimiento de hoy de la misma generación, los que eran jóvenes y niños en la contienda, y que representan hoy un 6% de la población.
El recurso al filón abierto por Rodríguez Zapatero en 2007 se evidencia en la voluntad de mantener en alto la bandera de la tensión a cuento de revolver en el pasado para encontrar motivos de división y confrontación. Y ello a pesar de que muchas de sus iniciativas carecen de efectividad alguna, son puro atrezo: un escenario de cartón piedra delante del cual seguir regurgitando la cantinela de las dos Españas.
Un ejemplo es la creación de una Fiscalía de Sala en el Tribunal Supremo para la investigación de crímenes de la contienda y del franquismo. Su actuación no tendrá repercusiones penales, sino meramente indagatorias, en especial en los casos de personas desaparecidas. Por eso es muy cuestionable esta desviación de recursos para la creación y funcionamiento de una fiscalía competente en crímenes de hace incluso más de 80 años, prescritos y amnistiados, con sus autores más que probablemente fallecidos ya, cuando aún siguen sin resolverse 378 crímenes de terrorismo, la inmensa mayoría, 307, obra de ETA, no prescritos y con sus autores vivos. La fiscalía especial creada hace tres años para investigarlos aún no ha resuelto ninguno, aun siendo algunos muy recientes, como el asesinato en 2009 de dos guardias civiles en Calviá (Mallorca).
En cuanto a la anulación de todas las sentencias del franquismo, el anteproyecto se cuida de que tenga un sentido estrictamente simbólico. No se puede negar que muchas familias de represaliados del franquismo podrán encontrar en esta medida un esperado acto de reparación de situaciones claramente injustas. Sin embargo, la voluntad de reparación se detiene ahí, porque parece que el Gobierno cierra la vía a estas mismas familias para presentar cualquier tipo de reclamación al Estado por responsabilidades patrimoniales derivadas de esas sentencias. Además, abre la puerta a una gran inseguridad jurídica, ante la posible reclamación de la misma nulidad e ilegitimidad de sentencias por parte de aquellas personas enjuiciadas durante el franquismo por juzgados penales comunes, civiles o contenciosos.
En cuanto a la ilegalización de asociaciones y fundaciones que, dependiendo de fondos públicos, hagan apología del franquismo, basta recordar la cita de Borges: “Hay que tener cuidado al elegir a los enemigos porque uno termina pareciéndose a ellos”. Nada que objetar a la actuación, ya contemplada en nuestro Código Penal, contra quienes inciten, directa o indirectamente, al odio o violencia contra determinadas personas o grupos por motivos ideológicos, raciales o religiosos, pero es injusto que se limite solo a la protección de las víctimas de la dictadura y no a las del Frente Popular. Además, puede abrir una vertiginosa deriva que termine persiguiendo la libertad de expresión, pensamiento, opinión y cátedra. Por ejemplo, contra los historiadores que reconozcan, como hacía Javier Tusell, pongo por caso, el papel de la dictadura franquista en la transformación de España en una de las principales potencias económicas del mundo.
Además, si se va a perseguir a entidades jurídicas por la trayectoria del personaje cuya figura y obra difundan, Pedro Sánchez abre la vía para cerrar, por ejemplo, la fundación que lleva el nombre de Francisco Largo Caballero, “el Lenin español”, que coincide con Franco en al menos dos elementos: ambos dieron golpes armados contra la Segunda República y bajo sus mandatos se produjeron terribles violaciones a los derechos humanos. No hace falta recordar que el líder del PSOE y la UGT fue promotor del golpe de 1934 contra el orden constitucional republicano y jefe de gobierno cuando se produjeron en la zona republicana, entre otras, las matanzas de Paracuellos y de las checas.
Cambia la ley también al introducir un sesgo punitivo mediante un régimen sancionador del que la anterior carecía. Y cambia también, esta vez positivamente, la voluntad de resolver de modo definitivo la asignatura de las fosas con planes anuales de exhumaciones bajo responsabilidad del Estado y no de las familias, lo que podrá ayudar a cerrar en unos pocos años este capítulo en favor de quienes legítimamente lo vienen reclamando.
La nueva ley que aspira a aprobar el Gobierno renuncia al objetivo del PSOE de crear una Comisión de la Verdad que impondría un relato oficial sobre la Guerra Civil y la dictadura, al modo orwelliano del Ministerio de la Verdad. No obstante, sigue vigente en este anteproyecto la pretensión de reescribir la Historia, anulando todo lo que de incómodo tiene para la versión del pasado que defiende la izquierda. A este fin obedece la reducción simplista del enfrentamiento entre españoles como una lucha entre fascismo y democracia, desmentida ya entonces por la mismísima Clara Campoamor. Es la existencia de una tercera España, perseguida por los “hunos” y los “hotros”, la clave para desmentir tal visión.
Y es justamente, además, el proyecto de la tercera España el que triunfó finalmente durante la Transición, al establecer por encima de los extremismos un sistema democrático que representara a todos los españoles. Un proyecto que logró superar los viejos rencores y enfrentamientos sobre la premisa de no utilizar la Guerra Civil como arma política y no hacer recaer sobre las nuevas generaciones un pretendido ajuste de cuentas sobre algo que no habían vivido.
Es llamativo que el espíritu de un anteproyecto que se llama de “memoria democrática” sea cuestionar el valor de la Transición, como se pretende, por ejemplo, al perseguir títulos nobiliarios concedidos ya en democracia por el rey Juan Carlos I. Este es un nuevo capítulo del asalto contra el pacto de concordia que hizo posible el paso de la dictadura a la democracia. Su objetivo es presentar la reconciliación entre quienes protagonizaron la Guerra Civil, de los que sobreviven apenas un puñado de miles que tuvieran entonces la mayoría de edad, como un hecho que es necesario resetear para resucitar las dos Españas. Hace falta tener poca memoria, y quizá también creer muy poco en la democracia, para abrir ese melón.
Pedro Corral, periodista y escritor. Diputado del PP en la Asamblea de Madrid.