A un independentista catalán se le ve venir de lejos y por cualquier lado. Es un ciudadano que emite señales tan obvias como poner una estelada en su perfil de Whatsapp o del Twitter. Se le nota en muchas más cosas, desde el lenguaje al vestido incluso. Es de suponer que los partidarios de la República catalana dirán lo mismo de quienes no lo son, a los que llaman genéricamente "unionistas". Seguramente no ser de ni Òmnium, ni de la Assemblea ni del Barça se lleve inscrito en la cara o en la forma de andar. A saber...
Mucho más difícil es distinguir entre quienes creen que no se celebrará la consulta y quienes la dan por segura. A los primeros, un referéndum les resulta una hipótesis tan extraordinaria como inverosímil. Para los segundos, todo es inverosímil y ya no tiene remedio, se ha llegado demasiado lejos. Hay independentistas de primera hora, banderas viejas, gente rocosa que ha votado a ERC hasta en la etapa de Pilar Rahola, que desconfían instintitivamente de Mas, que están seguros de que al final le temblará el pulso y no convocará la consulta. Son escépticos y no son pocos. En el otro lado están los optimistas, que confían en que el presidente de la Generalidad se arrugue, en contra de lo que le aconsejó el empresario Grífols, o tenga un súbito rapto de cordura y la Assemblea se autodestruya.
Esa teoría positiva de que al final no pasará nada se sustenta en refinados análisis que tienden a acentuar la teatralidad de opereta de la ANC, la supuesta tendencia al pacto in extremis del nacionalismo, el espíritu de Fonteta (los empresarios), o de tipos que dicen que les ha llegado de buena fuente que nada es lo que parece. No les falta razón al asegurar que sería de imbéciles dispararse un tiro en el pie o utilizar el secador dentro de la bañera, pero eso es lo que hace Mas.
Entre los que piensan que sí habrá consulta se registran a su vez dos grandes tendencias: la de los independentistas de tono pícnico, que ya se imaginan con el pasaporte catalán en modo cateto en Nueva York, y los unionistas melancólicos. Unos y otros, los que apuestan a la carta del enjuague fiscal como vía de escape y los que preparan las maletas, coinciden en no dar la más mínima relevancia a la sesión del Congreso que se debe sustanciar en una amplísima negativa a ceder a la Generalidad la competencia para convocar una consulta. Esa mayoría parlamentaria no cuenta para los independentistas, mientras que para el común es un acto de soberanía democrática demasiado formal y ayuno de efectos prácticos. En Cataluña, las autoridades, con el president al frente de la manifestación, muestran menos respeto por la democracia que un okupa fumando porros en los baños de la Audiencia Nacional, de modo que una votación del Congreso no vale lo que una encuesta telefónica en TV3. Aquí, en Barcelona, lo que hay es fecha, preguntas y muchas ganas de jugar a la ruleta rusa, al menos de boquilla.