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Pablo Planas

Mossos: historia de la brutalidad policial

Buena parte de las expectativas de éxito de los golpistas se fundan en el papel de los Mossos.

Buena parte de las expectativas de éxito de los golpistas se fundan en el papel de los Mossos.
Un par de agentes de los Mossos d'Esquadra | LD

El 15 de junio de 2011 el presidente de la Generalidad, Artur Mas, tuvo que acceder en helicóptero al Parlament ante la violenta actitud de unos sujetos que entonces recibían el nombre de indignados y habían bloqueado la entrada al parque donde se emplaza la Cámara autonómica. En ese helicóptero también viajaba la entonces presidenta de la institución, Núria de Gispert. En un segundo desplazamiento aéreo fueron depositados sanos y salvos en el interior del Parque de la Ciudadela de Barcelona la vicepresidenta del Gobierno regional, Joana Ortega; el consejero de Economía, Andreu Mas-Colell; el socialista Joaquim Nadal, a la sazón jefe de la oposición, y el vicepresidente segundo de la Cámara, Higini Clotas, también del PSC. Tras un tercer vuelo aterrizaron en el aparcamiento Joan Puigcercós, de ERC; Jordi Turull, que era portavoz de CiU; Ferran Mascarell, consejero de Cultura, y el de Sanidad, el convergente Boi Ruiz. En otro helicóptero policial llegaron los consejeros de Agricultura y de Empleo, y aún hubo otro viaje en helicóptero aquella movida mañana, en la que los diputados menos afortunados fueron introducidos en el Parlament a bordo de furgones de los Mossos apedreados por los manifestantes.

Tres años después, el 26 de mayo de 2014, los Mossos d'Esquadra, en cumplimiento de una orden judicial, desalojaron el edificio okupado denominado Can Vies, en el distrito barcelonés de Sants. Tras cuatro noches de violentos disturbios en varios barrios de la capital catalana, con quema de contenedores y vehículos, rotura de escaparates y mobiliario urbano, saqueos y el habitual reparto de porrazos a diestra y siniestra, la Generalidad y el Ayuntamiento, gobernadas ambas instituciones por CiU, desistieron del empeño de hacer cumplir la ley y devolvieron el edificio a sus okupas. Un año después era elegida alcaldesa de Barcelona Ada Colau, exportavoz de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca que presumía de un pasado okupa y congeniaba con todos los movimientos sociales congregados en Can Vies, desde el grupúsculo Negres Tempestes (anarcoindependentistas revolucionarios, según su propia definición) a la Trama Feminista y la Colla Bastonera de Sants, una pandilla de amigos del baile de bastones que recuperó en 2004 una legendaria tradición que jamás había existido en ese barrio. También estaba y está representada la asamblea de okupas de Barcelona en lo que ahora se conoce oficialmente como Centro Social Autogestionado de Can Vies.

De ese tipo es la peña que se llevó por delante al alcalde convergente Trias y propició un vuelco electoral en las elecciones municipales de Barcelona, algunas de cuyas buenas gentes y no pocos ilustres burgueses depositaron su voto a favor de los comunes de Ada Colau en la creencia de que a lo mejor así se acaban los problemas de orden público y los desahucios. No ha pasado ni una cosa ni otra, sino todo lo contrario, además de sentarse un precedente insurreccional que es poco o nada invocado en estos días intensos, gloriosos, épicos y grandilocuentes de los Mas, los Puigdemont, los Junqueras, los Jordis y los colegas de Colau y los tenientes de alcalde Pisarello y Asens. La extrema izquierda se hizo con el poder municipal tras una exhibición de violencia en las calles que llevó a Trias a pagar del bolsillo de los barceloneses el alquiler mensual de otro local okupado para que no le montaran el mismo pollo en una campaña electoral que a pesar de sus malversadores esfuerzos perdió ante Colau.

Ese local que pagábamos todos gracias a la generosidad del breve Trias con los okupas era el de unas oficinas de la extinta Caixa de Catalunya (una potencia financiera en los noventa y a principios de siglo) en la Travesera de Gracia. Se había abonado a sus dueños el importe del alquiler hasta finales de 2015. Ada Colau no renovó el contrato porque como todo el mundo sabe es contraria a la propiedad privada de los demás y el capitalismo en general. Activada la espesa maquinaria de la justicia, a la Generalidad no le quedó más remedio que dar vía libre a los protocolos de los Mossos para estos casos. De casualidad coincidió que el desalojo, esta vez efectuado con éxito, tuvo lugar durante los fastos del primer aniversario de la ascensión de Inmaculada Colau a la Alcaldía. Los antidisturbios de Trapero actuaron con una proporcionalidad de la que es testigo el olvidado Garganté, aquel exconcejal de la CUP que llevaba tatuado el careto del Che en el brazo y la palabra odio en los nudillos. Un agente le dio con la porra en el lomo sin que el bizarro antisistema se diera por herido, sino por moralmente afrentado.

Los teóricos del proceso separatista, los estrategas del golpe de Estado, los tácticos de la toma de control de puertos y aeropuertos y los miembros de los inauditos Comités de Defensa del Referéndum están en máxima alerta por si es requerida su actuación para responder al presunto torpedo del artículo 155 de la Constitución. Esta gente, representativa en el mejor de los casos del mandato de su cuadrilla de amigos, está dispuesta a salir a la calle al llamado de la Assemblea Nacional, de Òmnium o del consejero de Interior, Joaquim Forn, para "defender" el "resultado de las urnas" del 1-O.

La diferencia con los episodios de 2011, 2014 y 2015 es que los Mossos, fueran o no partidarios de la independencia y de la proporcionalidad policial, intentaron que se cumpliera la ley (al menos la hipotecaria) y restablecer el orden con un uso de la violencia que Mas consideraba no sólo "legítimo" sino "democrático". Entre medias, episodios como el de la ciudadana Ester Quintana, que quedó tuerta en la huelga general del 12 por una bala de goma, y tres inmovilizaciones que se saldaron con la muerte de los detenidos, sucesos que fueron borrados del expediente de los Mossos en el lapso entre los abatimientos de terroristas el pasado agosto (calificados por la CUP, socios de Puigdemont y Junqueras, como "ejecuciones extrajudiciales") y la pasividad en situaciones como la del 20 de septiembre en la Consejería de Economía, cuando una turba intentó linchar a una secretaria judicial y a los agentes de la Guardia Civil que registraban los despachos de los responsables logísticos del 1-O.

Buena parte de las expectativas de éxito de los golpistas se fundan en el papel de los Mossos. Entienden que no es lo mismo derribar un ayuntamiento que cepillarse un Estado, pero también que si sólo hay mil tipos dispuestos a pegarle fuego a Barcelona con los Mossos enfrente, son bastantes más quienes estarían dispuestos a sumarse a una huelga general indefinida si la policía autonómica protege a los piquetes de los siniestros comités de la CUP. En estas circunstancias, conceder otra prórroga a Puigdemont es una imprudencia temeraria que permite a los separatistas alimentar un clima proclive a la violencia con la alusión constante a las cargas policiales del 1-O en sus medios y a tensar a los voluntarios de la ANC y Òmnium dispuestos a apoderarse de manera pacífica, pero por la fuerza, de las infraestructuras básicas. Una de las claves es que los aspirantes a héroes de la "in-inde-independència!", sean veteranos de Can Vies o panteras grises, folloneros subsidiados o niñorrastas de papá, tienen más miedo a los Mossos que a la Guardia Civil y a la Policía Nacional, entre otras cosas porque los primeros llevan pegándoles durante años con mucha más contundencia que la contemplada el infausto 1 de octubre pasado. Ni siquiera la propaganda de TV3 consigue arrancarles el recuerdo de la brutalidad policial de los Mossos sobre sus atolondradas cabecitas. Por no hablar de la brutalidad policial implícita en incumplir las órdenes de los jueces.

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