El cumplimiento de las sentencias en materia de inmersión lingüística en las escuelas de Cataluña implicaría que los centros impartieran dos asignaturas en español, la de lengua española y otra más. Eso es todo. Sin embargo, la Generalidad se niega por sistema a acatar los fallos judiciales porque considera sin fundamento alguno que esa hora de más de español ("castellano" dicen los prebostes lingüísticos separatistas para evitar el término del país maldito) sería letal para la salud del catalán como lengua vehicular en la enseñanza y es un ataque contra la autonomía, la patria y el pueblo catalanes.
Como quiera que el Estado lleva cuarenta años ausente de Cataluña, el incumplimiento de las sentencias no sólo es posible, sino que tiene premio. Cuanto más pública es la desobediencia, más prestigio adquieren las autoridades regionales que se mofan del poder judicial y actúan como si Cataluña fuera su finca privada. Lo que está en juego no es la buena salud del catalán, sino la desaparición del español del sistema educativo público, fenómeno imprescindible para que los separatistas alcancen su objetivo, la independencia.
No defienden la inmersión lingüística en catalán, que es un tortuoso experimento sociológico que ha fracasado de manera rotunda, sino el puro y duro adoctrinamiento catalanista, el odio contra todo lo que huela a España, a historia, cultura y lengua españolas. Antes aceptarían una segunda hora lectiva en urdu que en español. Y además pretenden que eso que llaman la escuela catalana sea una especie de Las Vegas donde todo lo que suceda ahí, ahí se quede.
No aceptan más autoridad que la suya, la de los catalibanes de la lengua, los mulás del catalán, los que espían en qué idioma hablan los niños en el patio, los comisarios lingüísticos que denuncian a los tenderos que rotulan en español. De ahí que el consejero de Educación de la Generalidad, Josep Gonzàlez-Cambray, obligue a los directores de los colegios a desobedecer al Tribunal Supremo con el argumento de que en Cataluña no hay más ley que la "ley catalana". O sea, la del separatismo. Es el mismo individuo que nada más tomar posesión del cargo envió una carta a los directores de los centros para pavonearse y asegurarles un gran protagonismo en la "Generalidad republicana". Ya sólo por eso debería haber sido cesado. Pero eso, claro, no pasaría nunca en Cataluña.
Con Gonzàlez-Cambray hemos topado, el autor de la siguiente divisa: "La escuela en Cataluña es y será democrática, social, feminista, verde y en catalán". El consejero es un sujeto que pide a los profesores que delaten a quienes se dirijan a sus alumnos en español, el que promete "herramientas" a los directores para intervenir contra esos docentes. La educación de los niños cuyos padres no tienen más remedio que enviarlos a centros públicos está en manos de un individuo al que solo le importa eliminar el español de las aulas, los comedores y los patios. Y que se jacta, a mayor abundamiento, de que no acatará ninguna sentencia. Y es que él, como tantos de sus colegas, no reconoce a los jueces hasta que no le queda más remedio que reconocer que le han inhabilitado, ¿verdad, Torra?
Claro que de momento este tipo dice contar con la promesa de la ministra de Educación, Pilar Alegría, de que el Gobierno no pedirá la ejecución de la sentencia, de modo que los separatistas podrán seguir haciendo lo que les dé la gana en sus madrasas, como siempre desde hace cuatro décadas.