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Pablo Planas

Camachitos, Riveritas y Navarritos

El último mensaje cifrado desde Cataluña llega en forma de cisma en el PSC, partido que su principal dirigente, Pere Navarro, trata de orientar hacia los postulados territoriales del PSOE de Rubalcaba y Susana Díaz. El impacto de semejante decisión ha causado un maremoto de réplicas imprevisibles. En el ámbito catalán, el asunto es de portada, lo que en principio tampoco es para tirar cohetes. Sin embargo, muestra corrientes de fondo de la política y de la vida catalanas, acentúa rasgos y perfiles inquietantes y alimenta las sospechas sobre la naturaleza democrática del nacionalismo hasta en las personas menos impresionables.

A Navarro ya le cayó la del pulpo cuando se hizo una foto con Albert Rivera y Alicia Sánchez Camacho en la Delegación del Gobierno en Cataluña para celebrar, casi en la clandestinidad, el Día de la Constitución. Lo de ahora va un paso más, hasta el punto de que alguien podría llegar a creer que el primer secretario del PSC es la última esperanza del constitucionalismo. Nada más lejos. Está en la onda, participa en la deriva general del PSOE y hace todo lo posible para que no le confundan con los antedichos Camacho y Rivera.

A pesar de sus esfuerzos, su negativa y la del por ochenta por ciento del Consell Nacional del PSC a sumarse al bloque secesionista en las votaciones del Parlamento autonómico ha desatado sobre Navarro la furia de la Santa Inquisición del catalanismo. A modo de ejemplo, la miembro del Consell Assessor per a la Transició Nacional de la Generalidad Pilar Rahola le dedicaba esta frase en La Vanguardia:

Y así está la cosa, con un PSC a punto de perpetrar una vergüenza que pasará a la historia de las tales, alineándose en el flanco del no a todo, bien puestecitos al ladito de Camachitos y Riveritas.

Cómo será la cosa que el alcalde de Lérida, Àngel Ros, dice haber renunciado a su acta de diputado por no poder ir de la mano de Mas y de Junqueras a pedir la consulta en Madrid. De nada sirve que Navarro haya solicitado la reunión de la comisión Generalitat-Estado, que esté dispuesto a reformar la Constitución y hasta a derogarla si es preciso para encajar Cataluña en España y viceversa, y que haga profesión de fe federalista, o lo que sea, con tal de no parecer demasiado español.

Aun así, representa en este instante del proceso catalán lo que debería haber sido Montilla, un político con referencias diferentes, ajeno al reducto de la zona alta del catalanismo, de la Diagonal para arriba. De hecho, los votos del PSC proceden de ciudadanos que poco o nada tienen que ver con el pequeño mundo de TV3. Son más de Estopa que de Lluís Llach, para entendernos. En el PSC siempre han mandado los señoritos y las siglas se han subordinado al nacionalismo, a la cuota diferencial, pega y puñeta cotidiana. Ahora, por primera vez, el PSC está a punto de fastidiarle una foto al nacionalismo. Y el nacionalismo, de suaves contornos y mano tendida, muestra su verdadera cara, la de las caza de brujas, las amenazas y la exclusión. O conmigo o con los camachitos y los machupichus, los panchitos y los ponipayos.

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