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Pablo Planas

Barcelona, zona catastrófica

Siete años de nacionalismo y populismo de izquierdas convierten la capital catalana en contraejemplo mundial.

Siete años de nacionalismo y populismo de izquierdas convierten la capital catalana en contraejemplo mundial.

La confluencia del proceso separatista con el gobierno municipal de los comunes de Ada Colau ha resultado letal para Barcelona, zona catastrófica del nacionalismo y el populismo de izquierdas. La capital de Cataluña es una ciudad en bancarrota moral, cultural y económica, un vago reflejo de lo que llegó a ser en franca decadencia y acelerado deterioro, un escaparate de los horrores ideológicos totalitarios que cada Onze de Setembre se transforma en la Pyonyang del Mediterráneo, siendo la gran narcocapital del sur de Europa el resto del año.

Cuando el nacionalismo se hizo con el poder municipal, entre 2011 y 2015, puso la ciudad al servicio del proceso y arrasó con cualquier manifestación cultural de signo no nacionalista. La ciudad volvió a ser la capital de la sardana y la municipalidad echó el resto en la creación del denominado Valle de los Caídos catalanista, el Museu del Born, escenario del combate final de la caída de 1714 según la fecunda chistoriografía nacionalista. El viejo mercado de la verdura, que iba a ser la sede de una gran biblioteca, quedó convertido en un "centro de cultura y memoria" dedicado a la guerra contra el resto de España. Baste decir que uno de los autores de semejante engendro (el palo de la bandera que preside el conjunto mide exactamente 17 metros y 14 centímetros) es el actual presidente de la Generalidad, Quim Torra, que dirigió la instalación durante los fastos del tercer centenario del cerco a Barcelona en la Guerra de Sucesión.

Que lo primero que hiciera Torra como president fuera un elogio de la "cultura" de la ratafía da cuenta del sesgo que imprimió el nacionalismo a la cultura oficial de la ciudad durante el mandato de Xavier Trias. Si algo quedaba de original, crítico o alternativo en la ya entonces escuálida escena cultural barcelonesa, quedó reducido a cenizas.

De los nacionalistas a los antisistema

El agrupamiento de fuerzas en torno al proceso propició que el nacionalismo convergente de orden tendiera la mano a okupas y antisistema separatistas, que les devolvieron el favor convirtiendo Barcelona en Warcelona. La revuelta de Can Vies (un recinto municipal ocupado por jóvenes antisistema y radicales separatistas) fue el principio del fin del control nacionalista de la ciudad.

El nacionalismo entregaba las llaves de la ciudad a los activistas de izquierda pro-okupas y antidesahucios, abogados defensores de los partidarios de la acción directa y de quemar la ciudad. El mal menor para los nacionalistas fue que la heroína antidesahucios y los suyos lo ponían todo en cuestión menos el procés. Se había acabado la inercia del 92.

El programa electoral de Barcelona en Comú, la marca podemita condal, era una invitación al desastre que resultó ser el más votado por estrecho margen. La degradación iba a alcanzar cotas inéditas. Se cernía la tormenta perfecta: inseguridad, incivismo, pobreza, turismo de sexo y drogas, suciedad y caos.

Imágenes terminales

Las imágenes del último verano son terminales. Peleas con machetes entre narcotraficantes, palizas a turistas, más peleas entre conductores de triciclos de turistas legales e ilegales. Trapicheos a plena luz del día, narcopisos, el remake de los zombies de la heroína. También han vuelto los niños de la cola, menores inmigrantes que escapan del control de la Generalidad. Alojamientos turísticos ilegales, acampadas en la playa, fiestas contra los vecinos a todas horas en la Barceloneta, vendedores ambulantes de mojitos infestados de E.coli, ratas muertas flotando en primera línea de playa. Carteristas, tironeros y el nuevo fenómeno de los relojeros, delincuentes que roban relojes de lujo a turistas desprevenidos por el método de rodearlo, marearlo, golpearle si es necesario y arrancarle el reloj de la muñeca.

Capital de todas las plagas

Barcelona es la ciudad infierno, la capital de todas las plagas urbanas en que vecinos, negocios y empresas no son bienvenidos. Éxodo empresarial, caída de los índices turísticos, mala imagen internacional y una Administración municipal volcada en la defensa del comercio ilegal del top manta, que se ofrece a recoger refugiados pero es incapaz de dar tutela a sus niños de la calle, que accedió al Gobierno aupada por los vecinos de los barrios más desfavorecidos, los mismos que ahora se sienten estafados, olvidados y en peligro.

Pacto Colau-Manteros

Entre los manteros y la Guardia Urbana, la Administración Colau no tiene dudas. Ahora pide ayuda a la Consejería de Interior. Faltan policías, los delitos aumentan, se forman colas en las comisarías del centro histórico para denunciar robos y agresiones. Tanto la Guardia Urbana como los Mossos d'Esquadra alertan de la gravedad de la situación. El intencionado descontrol ejerce un efecto llamada para los delincuentes. La Administración municipal no responde a las amenazas de los jóvenes de la CUP contra el turismo. Tolera el top manta y defiende a los manteros; y, según sindicatos de la Guardia Urbana, desde el propio Ayuntamiento se chiva a los manteros las redadas policiales.

Mientras tanto, se suceden las estampas de degradación en la calle, el turismo de borrachera, una juerga perpetua que arrasa en los barrios más castigados por la incapacidad municipal, Barceloneta, Sant Antoni, Ciutat Vella, el Born, Poblenou, Diagonal Mar y la Villa Olímpica. El balance de Colau es aterrador en todos los campos, después de tres años dedicados a cultivar su imagen en exclusiva.

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