La primera entrevista de Sánchez a su televisión tras la reciente investidura no defraudó a los espectadores porque su persona siempre cumple las expectativas. En realidad las supera, porque por más estupefacción que puedan provocar sus manifestaciones públicas, al día siguiente vierte otras que producen un asombro todavía mayor.
Pero anoche descubrimos que en Sánchez se ha producido un fenómeno mimético que ha hecho a su persona incorporar meticulosamente la dialéctica insoportable del ayatolá podemita, de tal forma que escuchar a Pedro Sánchez es exactamente igual que soportar la perorata del marqués de Teherán. Ambos exploran los mismos lugares comunes, proclaman las mismas obviedades grandilocuentes y manifiestan un desprecio inabarcable a la realidad cuando no conviene a sus intereses, que es siempre.
Sánchez dice ahora las mismas cosas que viene sosteniendo Iglesias desde hace años, pero no por estrategia, sino porque en realidad piensa exactamente igual que su vicepresidente. ¡Cuando su persona lo pasaba mal era antes, cuando tenía que fingir que era un presidente con un sólido sentido de Estado! Ahora, en cambio, se le han quitado las canas y su cutis resplandece con el brillo saludable de un tío que duerme como un bebé. Por fin se acabaron las contradicciones y podemos ver a Sánchez como realmente es: un piernas convencido de que puede derogar la Constitución y acordar consultas secesionistas con sus socios de investidura cada vez que lo considere necesario, porque eso es lo que exige el nuevo escenario de diálogo surgido del pacto de Lledoners. Y si la oposición denuncia sus tropelías se acusa a sus dirigentes de no aceptar la derrota electoral. No como los izquierdistas que forman el Gobierno de su persona, que cuando gobernaba la derecha rodeaban el Congreso únicamente en señal de apoyo a Rajoy.
Sánchez e Iglesias son ya la misma persona y resulta intrascendente que los disparates y las amenazas las pronuncien uno y otro. Los pobres presentadores le ponían a Sánchez breves piezas con las contradicciones más clamorosas del personaje como una especie de disculpa antes de lanzarle, educados y perfectamente envarados en la silla, alguna pregunta calculadamente incómoda. En una de esas ocasiones le preguntaron por las palabras de Iglesias, reprobadas por el CGPJ, en las que se ponía del lado de los golpistas y en contra de la Justicia española, "humillada por los tribunales europeos". Sánchez, naturalmente, respaldó sin fisuras las palabras de su vicepresidente con la mayor naturalidad, porque denigrar a los integrantes del Poder Judicial por parte del jefe del Ejecutivo en horario de máxima audiencia es ya una cuestión de mero trámite para su persona.
No puede sorprender tampoco que anoche renunciara a reintroducir en el Código Penal el delito de convocatoria de referéndums ilegales y que, de hecho, anunciara la convocatoria de una de esas consultas "solo en Cataluña", para solucionar el problema político heredado que la derecha se empeñó en judicializar. Iglesias no lo hubiera explicado mejor.
Sánchez es un Iglesias duchado y con corbata, pero lo peor no es que tenemos un presidente que coincide en sus análisis y recetas políticas con un tipo formado en la ideología más perniciosa que jamás ha padecido la humanidad. Lo que verdaderamente aterroriza es que, al lado de Sánchez, el ayatolá podemita quedará pronto a la altura de cualquier voluntario de ONG de las que le gustan al Papa Paquito I. Anoche comenzó la verdadera revolución.