Cada vez que TVE protagoniza un alarde de bajeza política surge inevitablemente el debate sobre la necesidad de una televisión pública plural e independiente, oxímoron mediático basado en el argumento falaz de que los problemas de sectarismo en el "Ente" se solucionan con un cambio en el color político del que nombra a sus dirigentes.
Es cierto que con los socialistas en el Gobierno lo escandaloso es parte de lo cotidiano y que el PP suele ser más pulcro –o quizás más ingenuo– en lo que respecta a la limpieza informativa de los medios públicos. Mas ni siquiera la evidencia de esta disparidad de trato a la inteligencia de los españoles cuando están en el Gobierno uno u otro partido debe hacernos perder de vista la necesidad de acabar con unos engendros mediáticos innecesarios, ofensivos, sectarios, carísimos y cuya única función conocida es la de enriquecer a los amigos del poder comprándoles la basura ideologizada que surge de sus factorías de ficción.
Con la llegada de la Televisión Digital Terrestre, hasta en la aldea más recóndita cualquier familia dispone de casi medio centenar de canales de todas las temáticas. La existencia de emporios televisivos estatales y autonómicos, por tanto, no responde a la necesidad de que exista un servicio público que por otra parte nadie ha solicitado, sino tan sólo a la exigencia de los políticos de contar con un medio de comunicación pagado por todos los ciudadanos para ofender a la mitad de ellos.
La escena cochambrosa de la esposa del brujo visitador que dirige La Secta arrojando en directo su verdura rancia a la segunda autoridad del partido de la oposición tan sólo es una razón más para suprimir un mastodonte que únicamente resulta provechoso para los espectadores más sectarios y el bolsillo de Roures y sus amigos de Mediapro, cuyas carísimas producciones para TVE mejoran las finanzas del grupo progresista por excelencia, en la misma medida que avergüenzan a los trabajadores de la casa y a los espectadores que alguna vez se topan con sus jaimitadas en una ráfaga de zapping.
Cuando hay más de un millón de familias que carecen de ingresos y el país está ya inmerso en la tragedia de los cinco millones de parados, la existencia de unas televisiones públicas carísimas, haciendo competencia desleal a emisoras privadas y convertidas en bastiones del sectarismo más obsceno, es una inmoralidad que hay que erradicar aunque sólo sea por una elemental cuestión de decencia.
Muchos estamos tan hartos del latrocinio de las televisiones públicas que si Rajoy da el paso de acabar con ellas llegado su momento hasta le permitiremos salvar Teledeporte.