
Los impulsores de la intentona golpista del nacionalismo catalán están a punto de batir la plusmarca mundial de la gafancia política. Desde que en Convergencia decidieron encabezar las locuras de los antisistema para eludir la acción de la Justicia, todos sus presidentes han rivalizado en poder destructivo; no contra España, sino contra el propio movimiento secesionista, al que ya solo le queda que Puigdemont lo apuntille con su eficacia probada. En ello está.
La máquina de extorsionar al servicio de una familia de choris, antes conocida como CiU, ha ido cambiando de nombre y objetivos, pero el resultado real en términos políticos que puede ofrecer a sus votantes sigue siendo el fracaso total.
Artur Mas, el Astut, inició esta andadura independentista con el resultado por todos conocido: pérdida de 12 diputados en unas elecciones convocadas anticipadamente para alcanzar la mayoría absoluta, él procesado por graves delitos y su patrimonio embargado. Lo que se dice, un hombre preclaro, un triunfador.
El Astut fue un penoso presidente, pero su sucesor está agrandando la leyenda. Fugado de la Justicia en Bélgica (que ya hay que ser triste), agota sus últimos días antes de visitar a sus amistades en Soto del Real dinamitando el movimiento separatista, del que no van a quedar ni los aretes de los diputados de la CUP. Puigdemont es catastrófico y la tremenda charlotada del nacionalismo catalán, que tanto nos está perjudicando al resto de los españoles en nuestra imagen internacional, va a tener con él un estrambote muy en la línea del prusés.
Tractoruña da lo que da de sí, pero podrían haber hecho un esfuerzo para salir con cierta dignidad de todo este embrollo y poder seguir trincando del presupuesto como fieras una década más. La cosa podía haber quedado ahí, en efecto, pero la maquinaria separatista ya no puede detenerse sin llevarse a toda una generación de políticos independentistas por delante. En eso está Puigdemont. Confiemos en él y dejémosle hacer. Ha demostrado que puede ser letal.