La Audiencia Nacional acusa a Sandro Rosell de "distracción", figura delictiva de lo más apropiado para el presidente de un club de fútbol como el FC Barcelona, cuya dimensión trasciende lo meramente deportivo. En concreto, el ilícito penal en el que podría haber incurrido Rosell es el de haber distraído unos cuarenta millones de euros de los cauces legales en la contratación de Neymar. El astro brasileño llegó a España bajo la pretensión de haber costado menos de sesenta millones de euros, cuando en realidad el Barcelona habría desembolsado una cantidad próxima a los cien. Como distracción, no está nada mal.
El equipo de ese país de allá arriba es más que un club que quintaesencia los valores de Cataluña como nación, como saben todos los aficionados culés del terruño, sobre todo desde que Laporta tomó las riendas de la institución convirtiéndola en una pieza esencial en el engranaje independentista. Sandro Rosell, enemigo jurado del anterior mandatario, ha hecho saltar por los aires todas las premisas que esmaltaron la gestión de su antecesor excepto la de mantener al Barça en el papel de escaparate de las reivindicaciones políticas del nacionalismo, a cuyo mandato continúa sometido en primer tiempo de saludo. En esta situación, el nacionalismo tiene muy claro a qué obedecen las maniobras de un juez "de Madrit" encaminadas a desentrañar el oscuro entramado de pagos y distracciones de fondos en la contratación de Neymar: ¡esto es otro ataque a Cataluña! No satisfecho con humillar a Artur Mas entregándole el dinero de los contribuyentes españoles, el Estado opresor quiere ahora castigar a Rosell por distraer el de los socios del Barça, ante lo que solo uno de ellos, el autor de la demanda, parece sentirse agraviado.
Rosell lleva camino de engrosar el martirologio de los patriotas defensores de las libertades de Catalunya haciendo el paseíllo a los juzgados como una vulgar infanta de España. O eso o recusar al juez Pablo Ruz por las sospechas de que sea seguidor del Real Madrid. Dada la completa ausencia de sentido del ridículo de los nacionalistas catalanes, de la Plaza de San Jaime o del Camp Nou, no es algo que pueda descartarse a la ligera.