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Pablo Molina

Luchando a lazo partido

Ningún independentista de lacito en pecho debería estar en el Parlamento catalán si de verdad creyera las barbaridades que proclama a diario.

Ningún independentista de lacito en pecho debería estar en el Parlamento catalán si de verdad creyera las barbaridades que proclama a diario.
EFE

Los lazos reivindicativos son tendencia en la política actual, y es raro el político que a lo largo del año no luce en la solapa varios de ellos de forma sucesiva. El separatismo catalán se hizo también con el suyo en cuanto comprobó que los intentos de golpes de Estado no salen gratis. La elección no fue fácil porque, a pesar de que los hay de todos los colores, algunos de ellos tienen tantos significados que difícilmente podrían admitir uno más sin mover a confusión. Por ejemplo, el azul marino, color elegante y muy de vestir (y tal vez por ello de los más demandados), que en estos momentos representa la lucha contra la artritis, el maltrato infantil, la baja calidad del agua y la falta de libertad de expresión. En un tono más clarito representa la lucha contra el cáncer de próstata, por los derechos civiles en EEUU y por las víctimas del huracán Katrina.

Pues bien, los separatistas catalanes, ya digo, han irrumpido en este mercado saturado y se han decantado por el amarillo, pero en un tono muy concreto. Conviene tener presente la gama del Pantone, porque un matiz más cercano a la mostaza ya no representaría la lucha por la liberación de los presus pulitics, sino que nos remitiría a la prevención del suicidio, la endometriosis, las personas desaparecidas y contra la pena de muerte. El amarillo-tractoruña es de una tonalidad muy concreta que solo es compartida con el combate contra la espina bífida. Lo demás, pura imitación.

El presidente del Parlamento de Cataluña va al trabajo cada mañana con uno de estos lacitos amarillos. El hecho es relevante no ya porque socava definitivamente la apariencia de neutralidad que exige un cargo institucional de esa naturaleza, sino por la profunda contradicción que implica llevar agarrado a la solapa ese símbolo de lucha contra un Estado totalitario, precisamente por parte de personas que están donde están (y trincan lo que trincan) gracias a ese Estado fascista que presuntamente buscan destruir y al cual representan.

Ningún independentista de lacito en pecho debería estar en el Parlamento catalán si de verdad creyera las barbaridades que proclama a diario. Si porta el lacito y forma parte de las instituciones de la democracia española es un traidor de la peor especie, al que sus votantes deberían correr a barretinazos. Pero son tan cobardes que si algún día sospecharan que llevar el lazo amarillo les podría acarrear un perjuicio personal, rápidamente se olvidarían de los Jordis y afirmarían que solo querían concienciar del grave problema de la espina bífida. Esa otra lacra españolista.

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