"Nadie tiene derecho a convertir a Turquía en un país de leones obligados a seguir una dieta vegetariana". Recep Tayyip Erdogan, hombre fuerte de Turquía y gran aficionado a las metáforas de estilo discutible, defendía hace unos días con estas palabras la necesidad de una profunda transformación del régimen político para convertir a Turquía en un país moderno, según su particular concepción de la modernidad.
Desde que llegó a la presidencia de la república, en julio de 2014, Erdogan ha estado maniobrando de manera insistente para acabar con el régimen parlamentario y convertir Turquía en un Estado presidencialista, naturalmente con él en la cúspide del poder.
Este pasado lunes, 10 de mayo, durante su discurso en una entrega de premios y honores, el presidente turco volvía a tirar de metáfora dudosa para apuntalar su deseo de acabar con el sistema vigente. En este caso recurrió al campo de la informática:
Turquía ha cambiado su hardware de arriba abajo gracias al gran progreso de estos últimos 13 años. Sin embargo, seguimos tratando de utilizar nuestro ordenador con la Constitución que los golpes de Estado de 1960 y 1980 impusieron a nuestra nación, es decir, con un software obsoleto.
Tenemos una Constitución que ya se ha convertido en un cajón de sastre, con infinitas enmiendas, que ha perdido su esencia. Por eso tenemos que buscar una vía para mejorar sustancialmente nuestro rendimiento integrando el potente hardware que tenemos con un software compatible. Necesitamos afrontar la cuestión de una nueva Constitución y un sistema presidencial".
La profunda reforma constitucional que propugna Erdogan no es simplemente un cambio destinado a modernizar el sistema político turco. Los tics autoritarios del mandatario, su condición de confeso islamista y algunas declaraciones de personajes importantes de la política local hacen temer a sus opositores que Erdogan instaurará un régimen liberticida que lo alejará, aún más, de los usos democráticos occidentales.
El presidente del parlamento turco, Ismail Kahraman, quintaesenció así el objetivo de la reforma constitucional impulsada por la formación de Erdogan, el todopoderoso AKP (Partido de la Justicia y el Desarrollo):
El secularismo no tendrá lugar en la nueva Constitución.
Ahmet Davutoglu, antiguo colaborador de Erdogan, exministro de Exteriores y primer ministro saliente, abandona el poder (en realidad, aseguran los analistas turcos, fue destituido fulminantemente) ante la imposibilidad de ejercer sus funciones dentro del marco constitucional y de llevar a cabo una reforma de la Carta Magna por acuerdo con las principales fuerzas de la oposición.
Como es usual en los regímenes parlamentario, la Constitución vigente reserva al presidente unpapel simbólico, de alta representación, ajeno a las batallas partidistas del día a día; pero Erdogan, desde su llegada a la presidencia, dejó clara con hechos su voluntad de seguir rigiendo los destinos del país desde la máxima magistratura. De ahí que ande volcado en la transformación del régimen para convertirlo en presidencialista.
Erdogan exhibe continuamente su autoritarismo en su sistemático afán por ahogar cualquier crítica a personal. La escritora de origen turco Elif Shafak, que tuvo que enfrentarse a una acusación penal de seis años de cárcel por la referencia al genocidio armenio en una de sus novelas, lo explicaba de manera muy gráfica esta semana en The Guardian:
Es duro ser armenio en Turquía. O kurdo, o aleví, o gay; u objetor de conciencia, o judío, o mujer, o alguien que no está de acuerdo con lo que está ocurriendo en el país. Si seleccionas más de una de las casillas anteriores, la vida es incluso peor. La lista sigue y sigue. La diversidad ha sido ahogada. La libertad de expresión ha sido arrinconada. Una ‘ideología de la igualdad’ domina el país. Esa ideología está modelada por el nacionalismo turco, el islamismo y el autoritarismo, mezclado con machismo patriarcal. La tensión en la política penetra todos los aspectos de la vida diaria.
En la Turquía de Erdogan está prohibido hacer chistes sobre el Gobierno o sus instituciones, y más aun sobre el presidente. Unos 2.000 turcos se han enfrentado ya a acusaciones penales por criticar, incluso en tono jocoso, a Erdogan y al resto de autoridades desde que se reformó el famoso artículo 301 del Código Penal. En él se establecía como delito penado con la cárcel hacer mofa de la turquicidad; sin embargo, ante la imposibilidad de determinar qué es eso exactamente, en 2008 fue reformado nuevamente para fijar que lo que queda fuera de cualquier posibilidad de crítica pública son "la nación turca" y, por supuesto, la persona de Recep Tayyip Erdogan.
El pueblo turco, que solía hacer gala de la sana costumbre de reírse de sus políticos, ahora ha de guardar la máxima formalidad al referirse a sus autoridades, y hasta una confusa mención a Oscar Wilde en un debate parlamentario puede provocar escándalo, como sucedió hace tan solo un par de semanas en el Parlamento.
Erdogan quiere ser el caudillo de un nuevo sultanato, y este es un asunto en el que no admite broma alguna. Los leones sometidos a una dieta vegana pierden por completo el sentido del humor.
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