El rey emérito no debió abandonar España cuando se desató el escándalo mediático por la existencia de cuentas opacas a su nombre en países con secreto bancario. Ni entonces ni ahora hay abierta causa judicial o tributaria alguna contra el padre de Felipe VI, por lo que no había razón para que saliera del país como un vulgar dirigente independentista perseguido por la Justicia. Eso queda para los gualtrapillas del prusés, cuyo sentido del ridículo no tiene límites conocidos, pero no para un rey de España, que, abdicado o no, sigue representando de alguna manera a todos los españoles.
Juan Carlos I salió del país porque era lo que más le convenía al Gobierno; no a su hijo, que es el que tiene que lidiar con toda esta tropa, con el baldón que supone tener a su padre como ejemplo de lo que no debe hacer un personaje público. Pero es que el Campechano ha sido también un tipo muy republicanote, y estos guiños a la izquierda paleozoica que padecemos en España forman parte de su encanto natural. Ahí tiene el pago a tanto agasajo.
El padre del rey realizó su último servicio a España cuando abdicó, en 2014, bien es cierto que forzado por unas circunstancias que hacían inevitable ese desenlace. Desde entonces, Felipe VI se ha comportado con la ejemplaridad, pública y privada, de la que nunca hizo gala el emérito, cuya campechanía con los enemigos de la Corona y de España era como un salvoconducto para sus trapacerías en ambos terrenos.
Decidida su huida a los desiertos arábigos, Juan Carlos I selló su destino y él debería ser el primero en aceptarlo. Pero ha hecho como su abuelo, Alfonso XIII, que, al día siguiente de llegar a un exilio innecesario, preguntaba a unos y otros si los españoles habían reclamado ya su vuelta a España. Ni sucedió entonces ni va a suceder ahora. Lo hecho, hecho está. Pudo elegir en su momento y prefirió agradar a la izquierda mostrenca antes que aguantar al pie del cañón la censura del pueblo español y las sanciones de la Casa Real, a la que ya no pertenece de manera formal. Ahora le toca asumir las consecuencias y quedarse en los oasis emiratíes, donde parece que tampoco se está nada mal, aunque por allí no se celebre la Navidad.
El peor broche posible a su reinado es que Juan Carlos compitiera a estas alturas con Sánchez e Iglesias en ver quién es más desleal al rey de España. Para vergüenza de los españoles decentes, en ello parece que está.