Convencidos de que el pretendido referéndum va a ser un fiasco absoluto, las fuerzas independentistas tratan de definir qué ocurrirá el día dos de octubre. ¿Qué hacer?, que diría el otro. Pues o tirar para adelante con el proyecto y declarar la independencia por las bravas –la famosa DUI, que dicen en La Sexta– o reconocer el fracaso y reclamar a Rajoy un trato benigno para los delincuentes, nuevos traspasos de competencias y más dinero para la Generalidad.
Pero la cuestión es que entre las filas independentistas no hay posición común. Al contrario, los principales impulsores del proyecto separatista mantienen, al menos por el momento, posiciones antagónicas entre los que no quieren tensar más la cuerda, no sea que se rompa del todo, y los que están dispuestos a declarar la independencia unilateralmente tal y como se prevé en las leyes aprobadas por el Parlamento regional catalán en su bochornosa última sesión.
La situación es similar a la de mayo de 1937 en Barcelona, cuando tuvo lugar una guerra civil dentro de la Guerra Civil. Entonces se enfrentaron a tiros los que querían mantener la legalidad republicana en el terreno formal, al menos hasta que se ganara la guerra (los nacionalistas de Companys y el PSUC) y los que decidieron que había que llevar a cabo la revolución marxista sin atender a otras consideraciones (anarquistas y el POUM).
Los enfrentamientos entre los partidos que han estado al frente del intento de secesión ya han comenzado en el terreno verbal. La CUP, como los anarcosindicalistas de la CNT del siglo pasado, no parecen dispuestos a transigir con una estrategia que mantenga los privilegios de la burguesía nacionalista. Es el único partido del frente independentista que actúa con sinceridad y está dispuesto a cubrir todas las etapas del proceso tal y como estaba diseñado. Ahora falta por ver qué hará Puigdemont cuando trate, como ya ha anunciado el portavoz de la antigua Convergencia en el Congreso, de recoger todo el hilo de la cometa independentista.
La solución, el próximo dos de octubre.
Ochenta años después, Barcelona puede ser, nuevamente, escenario de una revolución dentro de la revolución.