Abdalá ben Abdelaziz al Saud, rey de Arabia Saudita, murió a la una de la pasada noche a la edad de 90 años, como consecuencia de una infección respiratoria que lo había obligado a ingresar en el hospital el 31 de diciembre. Previamente había sido tratado de otras dolencias en la columna vertebral, por las que tuvo que ser intervenido varias veces tanto en Riad como en Nueva York, pero superó con éxito las intervenciones a pesar de su avanzada edad y gozaba de un apreciable estado de salud. Pero esta última neumonía acabó con su capacidad de resistencia definitivamente.
Abdalá era descendiente directo de Saud, el fundador de la dinastía, y llegó al trono en 2005 tras la muerte de su hermano Fahd. Aunque la sucesión se dio a efectos formales en esa fecha, Abdalá llevaba por entonces prácticamente una década ejerciendo de monarca, a causa de la apoplejía que llevó en 1996 a su hermano a apartarse de las cuestiones de Gobierno.
Su formación ultraconservadora, su fama de estricto y su desapego de los lujos y excentricidades tan habituales en los miembros de las multitudinarias dinastías árabes hizo temer que su llegada al trono provocara un giro antioccidental en la política exterior de Arabia Saudí. Pero los temores se calmaron bien pronto.
Al comienzo de su regencia, Abdalá confió en los tecnócratas para acometer reformas económicas y sociales, basadas fundamentalmente en la introducción de medidas de disciplina presupuestaria, la apertura a las nuevas tecnologías y la atracción de inversión extranjera.
Los atentados del 11-S –la mayoría de cuyos autores eran saudíes– y la oleada de ataques terroristas que sufrió posteriormente el propio Reino hicieron que Abdalá se planteara el tradicional reparto de funciones con los clérigos, a los que se les había permitido difundir una de las interpretaciones más radicales del islam, el wahabismo, de la que se nutren ideológicamente la mayoría de los movimientos yihadistas suníes. Desde ese momento la gestión de Abdalá fue vista con recelo por los grupos ultraconservadores, receló que se acrecentó con las medidas destinadas a mejorar las condiciones de la muy discriminada minoría chií del país o a los muy tímidos avances en lo relacionado con los derechos de las mujeres.
Con la muerte de Abdalá quizá se cierre una de las etapas más complicadas del reino, que arrancó con los atentados del 11-S (el descubrimiento de que 15 de los 19 terroristas implicados eran saudíes provocó una convulsión en las estructuras del régimen) y que en los últimos tiempos ha estado signada por la ofensiva del grupo terrorista suní Estado Islámico en Siria e Irak, por los choques entre distintos grupos yihadistas y, por supuesto, por la tensión con el emergente Irán chií. Arabia Saudí, el mayor productor de petróleo a escala mundial, se tiene que enfrentar también al fuerte descenso del precio del barril, que amenaza con desequilibrar las finanzas de los países que cuentan con la venta de crudo como principal fuente de ingresos.
Abdalá deja a su sucesor, su hermanastro Salman, una situación regional convulsa y un panorama financiero nada tranquilizador. La necesidad de modernizar un régimen medieval como el saudí con la incorporación de la clase media a sus estructuras decisorias, junto a los importantes retos a que se enfrenta todo Oriente Medio con la irrupción de nuevos agentes regionales tan extremistas como violentos, son las desafíos con que deberá lidiar Salman, quien seguramente a sus 79 años no disponga de toda la energía que precisa Riad para afrontar semejantes desafíos.
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