El otro día Enrique Navarro me recordaba la famosa frase de Napoleón: los planes duran hasta el primer encuentro con el enemigo. En el caso de Putin, y aunque entonces no lo sabíamos, la ingente cantidad de tropas acumuladas por el mandatario ruso frente a las fronteras ucranianas durante los últimos cuatro meses respondía a dos planes. Por un lado eran un instrumento básico para forzar a los occidentales en general, y a los norteamericanos en particular, a sentarse a negociar un nuevo reparto de las fronteras en Europa, que afectaba a todos aquellos países unidos a la OTAN a partir de los noventa. La amenaza de desestabilización en la región sentaría a Biden a negociar con Putin en un Yalta 2.0. Se trataría de una diplomacia coercitiva: las armas en respaldo de las negociaciones.
El segundo plan de todo este despliegue tiene que ver con el uso real y efectivo de la fuerza. La acumulación de cazas y bombarderos, de brigadas blindadas e incluso de fuerzas navales llegadas desde miles de kilómetros, proporcionaban a Putin un amplio abanico de posibilidades sobre el terreno: éstas iban desde una operación limitada en el Donbás hasta una operación a mayor escala por toda Ucrania para derrocar al gobierno, anexionar nuevas zonas o destruir la capacidad militar e institucional del país. Tenía múltiples elecciones.
Como instrumento coercitivo, el enorme despliegue ruso fracasó. La pasividad de Biden, la debilidad alemana, la estéril pirotecnia diplomática francesa y la posición firme británica hicieron colapsar la primera opción de Putin: la de las cesiones en el ámbito de las relaciones entre OTAN y Rusia. Durante semanas, una y otra vez, la amenaza no surtía efecto en Occidente: no tanto por fortaleza sino por la ignorancia y estupidez de sus élites, sorprendente hasta para el Kremlin. Quedaba pues, y si Putin no quería volverse a Moscú con las manos vacías, la siguiente opción que era la del uso efectivo del poderío militar con dos objetivos: apostar más frente a la OTAN mostrando determinación y anexionar territorio ucraniano.
Las primeras 36 horas de operaciones militares parecían marchar según lo previsto. Primero, desbaratando la defensa aérea ucraniana y atacando instalaciones políticas y militares y centros de mando y control. Segundo, con el cruce de las unidades blindadas y motorizadas desde territorio ruso. Tercero, usando unidades anfibias y de desembarco en las costas del mar de Azov y del Mar Negro. Y, por último, utilizando fuerzas especiales y de unidades aerotransportadas en el interior del país. Todo ello con algo menos del total movilizado en la frontera.
Operación lógica, que buscaba al mismo tiempo descabezar y desorientar al país y ocupar distintas regiones. Si las defensas ucranianas caían pronto y el pavor se extendía por el país y por Europa, Putin podría de nuevo negociar al alza aprovechando el terror generado por un ataque tan directo y brutal ejecutado en unas pocas horas.
Este es el despliegue que hemos visto desde el jueves 24 hasta el sábado 26. Pero en la madrugada de éste último se produjo un punto de cierta inflexión: la resistencia ucraniana en algunos lugares, y la dificultad de los rusos para tomar objetivos que no debieran haber sido complicados, marcaban una situación anómala: el avance ruso se veía frenado e incluso contrarrestado en algunas zonas simbólicas, incluido el Donbás. Las defensas aéreas seguían funcionando, y varias columnas rusas destruidas.
Esto ha catapultado la moral ucraniana y generado entusiasmo en Occidente. Las historias de resistencia popular y de actos de heroísmo frente al invasor están elevando por unas horas la moral ucraniana. Debido a la política de silencio total del Ministerio de Defensa ruso ignoramos el número de bajas entre los atacantes: aunque éste se aleje de las cifras infladas que está dando Kiev, los muertos son en todo caso bastante más elevadas de lo previsto. Es decir, parece cierto que Rusia está encontrando más problemas de los previstos en esta operación, pero eso no tiene que significar verdaderos problemas. A ello parece responder las ofertas de negociación que el sábado hicieron Moscú y Minsk.
Pero optimismo, el justo. La situación general ha cambiado poco desde el comienzo de las hostilidades: todo indica que los rusos conseguirán pasar por encima sin demasiados problemas. La moral de resistencia entre los ucranianos tiene un valor importante pero limitado. La superioridad numérica es demasiado grande como para soñar con una derrota rusa: da lejanas esperanzas, aunque no garantías, de que parte del país aguante la invasión, o de que ésta sea más difícil. Pero ni la impide ni la evita. No, al menos, a día de hoy.
Pero sea cual sea el alcance en términos estrictamente militares, la jornada del sábado sí supuso un cambio en términos internacionales a mi juicio relevante. La sensación de que el Ejército ruso no es la maquinaria implacable que Putin y la propaganda rusa llevan vendiendo, la visión de los ucranianos, sin ayuda y por sí solos, resistiendo y resistiéndose aunque sea durante un tiempo limitado a semejante maquinaria militar impulsó en unas horas la reacción de los líderes occidentales y de las cancillerías europeas. Biden despertó de su habitual letargo, países como Alemania comenzaron a entrar en el debate sobre las sanciones a los bancos rusos, se han elevado las sanciones y no pocos países han anunciado el envío de armas y munición a los ucranianos. Hasta tonterías como Eurovisión o los partidos de fútbol han escenificado el derrumbe del prestigio de Putin en el mundo. El pequeño milagro ucraniano no es militar, es diplomático: ha despertado a países y opiniones públicas rendidos a Putin.
Desde esta perspectiva, el escenario óptimo para Putin ya ha pasado: ni el régimen de Kiev se ha hundido, ni la población ni los soldados rusos han sido recibidos como liberadores, ni occidente parece aceptar mansamente un nuevo status quo. Pero eso no significa que no siga teniendo todas las cartas a su favor: el grueso de sus unidades aún no ha entrado en juego, y el desgaste de los ucranianos es extremo y agotador.
Pero eso obliga a Putin al cambio de planes. No puede permitirse volver a Moscú con las manos vacías. En sus discursos ha justificado la guerra en tres puntos. Uno, la modificación de la arquitectura de seguridad europea, lo que se ha alejado casi definitivamente. Dos, retener el Donbás, que antes era un objetivo perfectamente plausible y suficiente y cuya consecución hoy, con las tropas rusas actuando por media Ucrania, es algo escaso. Y tres, la "desmilitarización" de Ucrania, que se ha alejado dada la resistencia de Zelenski, el reparto de armas entre los ucranianos y el auge del patriotismo en todo el país.
Putin no puede pasar sin logros territoriales importantes (necesariamente mayores que la anexión de Lugansk y Donetsk) y sin derrocar al gobierno ucraniano. Pero si quiere conseguirlo debe utilizar la fuerza de manera más enérgica que hasta ahora: pese a lo que se afirma, los rusos hasta el momento no se han empleado con total dureza y han limitado bastante el uso de la fuerza. A la vista está que esto, hasta ahora, no ha sido suficiente: para romper definitivamente la resistencia ucraniana y acabar cuanto antes con el conflicto, debe elevar la violencia hasta un nivel superior, cuantitativa y cualitativamente. Esto permitiría la aceleración de la victoria, pero al mismo tiempo supondría que la derrota diplomática de Putin será aún mayor. La cohesión de los miembros de la Alianza Atlántica entre sí, el acuerdo entre los países europeos en el tema de las sanciones, el giro de Finlandia y de Suecia hacia la OTAN, incluso el alejamiento chino son posibles consecuencias de una previsible victoria militar en base a un uso excesivo de la fuerza que, por otra parte, ya hemos visto utilizar a Putin en el pasado.
A estas alturas me temo que Putin, desbaratado el plan inicial que le permitía elegir, no tiene opción: reivindicar una victoria total por todo el país o rebajar sus objetivos, lo que implica reconocer unas limitaciones estratégicas que nunca, jamás, ha aceptado. La no-elección de Putin pasa pues por aplastar esa resistencia ucraniana que tanto ha alimentado la esperanza occidental. Que lo consiga o no lo veremos en dos o tres días.