Una frontera puede marcar los límites de un país, de un tipo de régimen o de una civilización. O las tres cosas a la vez. Es el caso de la frontera en Ceuta y Melilla, que no sólo separa dos países, sino dos regímenes políticos distintos y dos civilizaciones diferentes. Eso pone a España ante una responsabilidad formidable, porque su frontera separa la democracia de la tiranía y la civilización de la barbarie, que es como los romanos llamaban a lo que se situaba más allá del limes.
La situación en nuestro propio limes es aún confusa, y cambia hora tras hora. Pero lo fundamental en términos estratégicos salta a la vista: la capacidad marroquí para introducir abiertamente y por la fuerza a miles de personas en España y la incapacidad española para impedirlo. Lo cual nos permite hacer algunas consideraciones de urgencia.
La primera es la más evidente y también la más banal: un Gobierno débil es un reclamo para rivales o enemigos. Y el Gobierno de Sánchez es un Gobierno triplemente débil. Lo es en términos parlamentarios, pues se apoya en una coalición inestable trufada de partidos antinacionales; lo es en términos políticos e ideológicos, sumido como está el socialismo en una crisis ideológica histórica, entregado a los delirios raciales, ecologistas y de género; y lo es en términos morales, sujeto a los caprichos y necesidades tácticas de la Moncloa.
Marruecos no hace sino la lectura correcta de una situación que le es favorable: puede ser ahora la cuestión polisaria, como podría haberlo sido la cuestión pesquera o la ayuda al desarrollo, pero lo cierto es que el sanchismo constituye un acicate para la agresión.
Pero sería también erróneo pensar que el problema es únicamente el Gobierno de Sánchez. Una segunda consideración tiene que ver con nuestra debilidad en la frontera Sur, normalizada en la política exterior nacional, da igual de qué partido hablemos. En lo relacionado con Marruecos, PP y PSOE carecen de conciencia estratégica y aun histórica, pero han mantenido una continuidad táctica basada en el apaciguamiento, la compra de voluntades y una ingenuidad diplomática alucinante. Con la esperanza de que el vecino del Sur no les arruine las legislaturas.
Ante esto, la política expansionista marroquí se caracteriza por una continuidad racional: año tras año, década tras década, sigue con los mismos objetivos, mientras incrementa la presión y diversifica medios. Puede analizarse si el desencadenante de tal o cual crisis es un calentón de Mohamed VI o un capricho de Hasán II, pero lo cierto es que, respecto a Ceuta, Melilla y Canarias, la Monarquía alauita exhibe una continuidad estratégica y diplomática de la que carece España.
Esta segunda reflexión nos lleva a una tercera cuestión, la de mayor alcance: nuestra desidia hacia nuestros territorios del norte de África. Aquí el problema ya no son los políticos, sino el Estado en cuanto tal y sus instrumentos diplomáticos y militares. Por un lado, el apaciguamiento y la sensibilidad para con las pasiones marroquíes son doctrina oficiosa y casi oficial en el Ministerio de Asuntos Exteriores, que carece de una doctrina sólida, reconocible y permanente respecto al norte de África y el Sáhara. No hay hojas de ruta ni líneas rojas más allá de cuatro banalidades diplomáticas. Por otro lado, en términos militares, el rearme marroquí de los últimos años contrasta con el panorama en nuestras Fuerzas Armadas, signado por la obsolescencia: a duras penas son capaces de mantener armamento y material, y tienen graves dificultades para iniciar nuevos programas y sistemas. Mientras, Rabat adquiere y desarrolla medios de última generación para su Armada, su Ejército de Tierra y Fuerza Área. Esto está llevando a la ruptura del equilibrio de fuerzas en el Estrecho, y no por culpa de Marruecos.
En las últimas décadas se observa una tendencia a la pérdida de capacidad e influencia de España en el Estrecho, que contrasta con la energía desplegada por Marruecos. Desde hace ya unos años, Rabat se presenta en el exterior con un marchamo de fiabilidad: ante el yihadismo, ante los compromisos adquiridos, ante el desarrollo económico. Da igual que se trate de una tiranía horrible: en relaciones internacionales se premia la previsibilidad y la fiabilidad. Y mientras Marruecos es un ejemplo de recuperación y de normalización en política exterior, el de España lo es de progresiva mediocridad diplomática y estratégica, por deméritos propios.
Así las cosas, resulta difícil culpar a Marruecos por hacer una lectura estratégica realista de la situación en el Estrecho y del estado general de su gran rival europeo. En relación con esta nueva Marcha Verde, la fórmula era harto previsible. Seguro que el lector ha pensado: "Se veía venir". A fin de cuentas, Rabat hace los deberes; quien no los hace es Madrid. La culpa no es de Marruecos por dejarlos salir: la culpa es de España por ser incapaz de impedirles entrar.