La situación política de Cataluña se mantiene en un permanente deterioro desde que, en las postrimerías de 2012, los partidos nacionalistas decidieron emprender el camino hacia la secesión sin tener en cuenta la estrechez con la que el ordenamiento jurídico español contempla esa y cualquier otra posibilidad política que conlleve un cambio constitucional. Su opción necesariamente habría de transformarse en un itinerario hacia la rebelión, como se ha evidenciado en los acontecimientos que rodearon el referéndum de independencia, primero, y su corolario declarándola, después. Tal apuesta podría haber resultado exitosa, toda vez que, en el largo recorrido transitado desde aquel año hasta 2017, el gobierno dio muestras de una extraordinaria debilidad al renunciar a abortarlo en sus primeros pasos, tal vez porque, en su ceguera, no creía que los nacionalistas pudieran llegar a la estación de destino. Que el gobierno se equivocó es evidente: el problema nacionalista no era un asunto que pudiera solucionarse con los abogados del Estado y ahí sigue a pesar del procesamiento de quienes lideraron la independencia, pues los han tomado el relevo siguen empecinados en plantear una situación de hecho que les separe de España.
Que los nacionalistas no pueden hablar en nombre de Cataluña es evidente, toda vez que, como muestran con reiteración los estudios sociológicos, algo menos de la mitad de la población adulta de la región les respalda. Pero lo mismo ocurre con los que, no sin eufemismo, solemos denominar constitucionalistas. Éstos también se ven apoyados por un poco menos de la mitad de los catalanes. La evidencia es simple: la sociedad está dividida casi por mitades, con concepciones políticas antagónicas que no es posible conciliar. Y sobre esta partición se superpone una fragmentación ideológica, dentro del eje izquierda-derecha, extraordinariamente amplia, hasta el punto de que, como también han evidenciado los acontecimientos de los últimos meses, resulta de momento inviable la articulación de un proyecto político de gobierno. Los nacionalistas se han mostrado incapaces de ello y los constitucionalistas ni siquiera lo han intentado.
Con estos mimbres, reconstruir la gobernación de Cataluña es una tarea casi imposible. Más aún, si no se buscan vías a través de las cuales pudiera encontrarse un marco de convivencia aceptable para todas las partes. Es evidente que, mientras exista un Estado en el conjunto de España, ese marco pasa necesariamente por el respeto a los principios constitucionales y su plasmación jurídica. En consecuencia, son los nacionalistas, toda vez que su intento de secesión ha sido frustrado, quienes deben hacer el mayor esfuerzo para volver al redil constitucional. Ya ocurrió en el caso vasco después de que Ibarretxe fracasara. Y por cierto, ello permitió al PNV, tras el anodino paréntesis de Patxi López en la lehendakaritza, reconstruir las bases de su poder sin renunciar a su programa de máximos, aunque sí reformulándolo —como demuestra su reciente propuesta de reforma estatutaria—. Sin embargo, en el caso catalán las cosas pueden ser más difíciles en tanto que los cuadros moderados del nacionalismo han sido cercenados y no se vislumbra, al menos de momento, qué grupo podría levantar de nuevo la señera de la antigua Corona de Aragón eliminando de su diseño la estrella que, en 1908, le añadió Vicenç Albert Ballester.
Pero que los nacionalistas lo tengan difícil no exime a los partidos que aceptan la Constitución, aunque sea a regañadientes, de adentrarse en una acción política que facilite el retorno a la normalidad autonómica, dentro de la que, como ha recordado varias veces el Tribunal Constitucional, puede plantearse un proyecto de independencia. Lo que no es de recibo es volver a pensar la manera de hacer la vista gorda ante las transgresiones mayores o menores que puedan hacer los gobiernos nacionalistas, como ocurrió en el pasado, para satisfacer su ego simbólico. Esa política —que se inspira en la famosa conllevanza orteguiana— se ha evidenciado como un rotundo fracaso tras el proceso secesionista. Ortega y Gasset se equivocó, sencillamente, porque no fue capaz de vislumbrar qué salida política podría tener el problema nacionalista dentro de la democracia. Y su prestigio intelectual no debe conducirnos a repetir los mismos errores como si la maldición de Sísifo fuera, en este asunto, inevitable.
Es precisamente en el marco democrático donde puede explorarse la solución a todo este embrollo, como demostró Stéphane Dion en el caso quebequés —que sin duda presenta notorias similitudes con el catalán, aunque también haya una gran distancia institucional entre ambos—. Dion dejó claro que los nacionalistas pueden ganar, pero también afirmó que ello no es motivo para tener que hablarles con suavidad. Y es precisamente esto último lo que ha de conducir a exigirles que sus acciones en pro de la independencia se ajusten estrictamente al principio democrático. Este principio remite necesariamente a una cuestión de procedimiento y, por tanto, lo que se requiere es establecer la manera a través de la cual puede constatarse fehacientemente que, después de un debate sereno, profundo y leal, existe una mayoría cualificada de la población —digamos que no menos de dos tercios— que quiere separarse del Estado asumiendo todas las consecuencias que para su bienestar económico y moral pueda llegar a tener una decisión de esta naturaleza.
He recordado aquí, en alguna ocasión, la propuesta que sobre todo esto formuló José María Ruiz Soroa, a cuyos conocimientos jurídicos me remito, en el libro La secesión de España. Retómense sus reflexiones y sugerencias antes de que la vorágine de los acontecimientos nos conduzca, de manera inevitable, a la violencia. Y no se piense que esto se arregla, sin más enjundia, repitiendo unas elecciones cuantas veces marque el reglamento.