Los arcanos del programa político de Rajoy para la segunda mitad de la legislatura son tan profundos que, para calificarlos, podría traerse a colación la famosa sentencia atribuida a sir Winston Churchill según la cual Rusia era "un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma". El presidente del Gobierno se ha prodigado en los últimos días con discursos, declaraciones y entrevistas en los que ha tratado de situar la actualidad española y, sobre todo, de proyectar sobre ésta un optimismo desbordante con respecto a su inmediato futuro, en especial en el terreno de la economía. Y, sin embargo, no ha dicho prácticamente nada acerca de cuáles son sus planes concretos para ese futuro. Es como si detrás de las palabras no hubiera ningún concepto para sustentarlas; o tal vez como si estuviera recordándonos la conclusión del famoso diálogo que, en A través del espejo y lo que Alicia encontró al otro lado, escribió Lewis Caroll:
–Cuando yo uso una palabra –insistió Zanco Panco con un tono de voz más bien desdeñoso– quiere decir lo que yo quiero que diga…, ni más ni menos.
–La cuestión –insistió Alicia– es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.
–La cuestión –zanjó Zanco Panco– es saber quién es el que manda …, eso es todo.
El caso es que, como ya he destacado en alguna otra ocasión, el presidente tiene razones para sentirse satisfecho con los resultados de su política económica, pues ha enfilado la salida de la crisis con un razonable bagaje de cambios estructurales y normativos que han propiciado el encauzamiento de la crisis financiera, han introducido al sector público en la senda de la consolidación fiscal y han dado un vuelco al mercado laboral para hacer más fácil la transformación del crecimiento económico en nuevos puestos de trabajo.
Sin embargo, estos logros no han estado exentos de costes muy importantes para los españoles. En primer lugar, porque el desempleo es a todas luces excesivo y se ha extendido sobre las clases medias asalariadas. En segundo término, porque esas mismas clases medias son las que han soportado el grueso del coste fiscal de la crisis, al haberse centrado sobre ellas el efecto recaudatorio de la subida de impuestos. Y en tercer lugar, porque todo ello ha dado lugar a una ampliación de las desigualdades distributivas, de manera que la distancia entre ricos y pobres se ha ampliado significativamente.
El presidente Rajoy reclama para sí la confianza de los ciudadanos en su capacidad para hacer que la salida de la crisis reduzca esos costes y redunde en mejoras sustantivas del empleo y el bienestar. Lo ha dicho en todas partes, pero cuando se le ha preguntado no sobre el qué sino sobre el cómo no ha sido capaz de hilar un discurso coherente de política económica sobre el que sustentar la credibilidad de su programa. De esta manera, por ejemplo, no ha podido dar ningún detalle acerca de la ya próxima reforma fiscal, más allá de que, al parecer, dentro de un año va a haber una reducción –tal vez limitada– del impuesto sobre la renta. Y lo mismo se puede decir acerca de la reforma de las Administraciones Públicas, más allá de una ley sobre los ayuntamientos cuyo alcance está por ver; o del sistema de financiación autonómico, sobre el que gravita la configuración de los grandes servicios públicos de sanidad, educación y asistencia social –y sobre el que la única reforma tangible es, de momento, la transferencia a las diputaciones forales vascas de los impuestos de nueva creación–. Y, sin embargo, la salida de la crisis y su ritmo de avance en términos de crecimiento y de empleo van a depender crucialmente de las respuestas que se den a esas cuestiones. Unas respuestas que no sólo quedarán definidas por su contenido normativo, sino por el perfil temporal de su aplicación. Y a este respecto conviene recordar que, debido a la magnitud de los problemas, la parsimonia y la subordinación de las decisiones al ciclo electoral –tan caras al modo de actuación de Rajoy– son malas consejeras, tal como pudo comprobar el presidente en los inicios de la legislatura.
Pero más allá de la economía, también la política está señalando algunas de las incertidumbres cruciales con respecto a la salida de la crisis. Los temas catalán y vasco son, sin duda, los más relevantes a este respecto; pero no les va a la zaga la cuestión de la desafección de la ciudadanía con respecto al funcionamiento del sistema político. El de Cataluña es, en lo inmediato, el asunto más urgente porque está ya planteada, con fecha de ejecución, la destrucción del país en su unidad territorial. Por eso no bastan las respuestas genéricas que ha dado Rajoy cuando ha dicho, apelando a la legalidad, que la secesión no se va a producir. Y no bastan porque está a la vista de todos que los nacionalistas catalanes no se han arredrado por la retórica gubernamental. Lo que se requiere ahora con urgencia es un diseño concreto y público de los procedimientos a través de los cuales se va a impedir el referéndum de independencia, incluyendo la apelación a los órganos jurisdiccionales, la tramitación del procedimiento previsto en el artículo 155 de la Constitución y los planes de contingencia para el empleo de la fuerza armada.
El asunto vasco –o sea, el tema de ETA– puede no ser tan urgente, pero no por ello es menos relevante para el futuro político de España. Lo que está sobre la arena en este momento es la posibilidad de que, aun sin el empleo de la violencia terrorista, ETA acabe disponiendo de unas cuotas de poder en el País Vasco muy superiores a las que actualmente tiene a través de los partidos que ha promovido. En otras palabras, lo que se plantea es que la indudable derrota que ha experimentado ETA en el terreno militar –que se expresa en su decisión, al parecer irreversible, de dar por concluida la campaña terrorista–, no se vea reflejada en el terreno político. A este respecto, creo que lo criticable en la política antiterrorista de Rajoy no es que, como dicen algunos sin el menor fundamento, el presidente esté siguiendo la hoja de ruta que su predecesor, Zapatero, habría pactado con la organización terrorista, sino más bien que su política –basada en la continuidad del esfuerzo policial contra ETA y en la parsimonia por lo que al tratamiento penitenciario de sus presos se refiere– sólo sirve para la contención, pero no para la derrota de la banda armada. Esta última requiere atacar el eslabón más débil de la organización terrorista –que, sin duda, es el que forman los presos– para inducir su abandono y, con él, deshacerla políticamente. La experiencia italiana de la disociación, que condujo a la desaparición de las Brigadas Rojas, es a este respecto una fuente que debe servir de inspiración para la política de derrota de ETA.
Queda, finalmente, sobre el tapete el asunto de la desafección ciudadana con respecto al sistema político. Es en este clima en el que se esperan altos niveles de abstención en los futuros procesos electorales, a la vez que un desvío del voto hacia las nuevas formaciones partidarias, entre las que son una incógnita tanto Ciudadanos –si decide extender su acción a toda España– y Vox –el partido nacido de entre los descontentos del PP–, como algunos grupos de extrema izquierda que ya han tenido oportunidades en el ámbito regional. De todo ello puede surgir una fragmentación política que, incluso con la ley electoral actual, dé lugar a un Congreso en el que sea inviable la formación de mayorías estables para gobernar. Ni que decir tiene que ese será el clima en el que las tensiones secesionistas tendrán su mejor caldo de cultivo. Por ello, me parece que, en vez de esperar a que el problema se muestre con toda su crudeza tras unas elecciones generales, más valdría empezar a abordarlo ahora que aún se está a tiempo de fraguar un nuevo consenso institucional que consolide el sistema nacido en 1978 con la Constitución.