Uno de los propósitos —o tal vez de las promesas— del doctor Sánchez cuando arribó al gobierno fue el de encontrar una solución para los presos de ETA. La presión del PNV era, en este tema, intensa. Y no digamos la de Sortu-Bildu, cuyos votos podían ser en algún momento necesarios. Al ministro Grande-Marlaska se le encomendó la tarea y la abordó sin alharacas ni pomposas declaraciones, ciñéndose a la letra de la normativa penitenciaria, aunque no a su espíritu. O sea, lo mismo que hicieron sus predecesores —Pérez Rubalcaba y Fernández Díaz, sobre todo— con gran aspaviento y engordadas pretensiones a través de las que entonces se denominó vía Nanclares y que hoy, en virtud de la discreción, carece de título identificativo. Pero se trata de lo mismo: a los etarras que estén dispuestos a salir de la disciplina de la organización terrorista se les hace progresar de grado y se les alivia su régimen carcelario. Claro que otrora eso del abandono de la obediencia había que declararlo por escrito y pedir un perdón nominal —poca cosa, ciertamente, porque lo que la ley prevé es otra cosa: convertirse en delator, en resumen— y ahora basta con que el recluso se apunte al turno de limpieza o al reparto de revistas de la biblioteca carcelaria. Se han rebajado las exigencias, sí, pero no se nota demasiado porque tampoco se habla gran cosa del asunto.
Ya he señalado en otra ocasión que el destino de una política así concebida no es otro que el del fracaso —remito a mi serie de artículos "Los presos de ETA y el juego de la gallina", 1, 2 y 3—, pues fracasados son los números que las autoridades del Ministerio del Interior han podido exhibir en cuanto a sus resultados. Y ahora, con Fernando Grande-Marlaska al frente de la política antiterrorista, está pasando lo mismo. Esos números son bien elocuentes: hay 213 presos etarras en las cárceles españolas y 170 de ellos —el 80 por ciento— siguen en el primer grado, algunos —cuarenta, en concreto— incluso con un régimen cerrado que es aún más restrictivo, de manera que la progresión al segundo grado sólo afecta a 43 de aquellos —el 20 por ciento—. Hay que señalar, además que, con relación a estos últimos, sólo tres han llegado al tercer grado, de forma que sólo duermen en la prisión. Y también, que de los 40 restantes, sólo 25 han "merecido" el acercamiento a cárceles próximas al País Vasco.
No me voy a entretener ahora a hacer comparaciones con el pasado, pues los números son casi exactamente los mismos. Sólo una minoría de los presos de ETA se doblegaron con Rubalcaba y Fernández Díaz, y sólo una minoría lo hacen ahora con Grande-Marlaska. Y eso que, como he señalado, las exigencias de éste han abandonado completamente el terreno ideológico —arrepentimiento, perdón— y se circunscriben a la aceptación de participar en los trabajos carcelarios.
Lo que todo esto significa es, sencillamente, que ETA se ha disuelto pero no está enterrada, especialmente en el ámbito carcelario —que es ya casi el único en el que quedan militantes de la organización—. Anótese, además, que es en ese ámbito en el que la disidencia de ETA —que responde a las siglas de Amnistia ta Askatasuna (ATA)— ha encontrado uno de sus principales caldos de cultivo. Son éstos los que aspiran ahora a reeditar la lucha armada y los que le acaban de recordar a Arnaldo Otegi que "Euskal Herria sigue en guerra" para que abandone sus veleidades pactistas con Pedro Sánchez.
Grande Marlaska, lo mismo que sus predecesores, ha fracasado en este asunto de la política penitenciaria contraterrorista porque, según parece, en el Ministerio del Interior no se aprende de los errores. Por eso, la derrota política de ETA no se ha producido. Y ahora resurge, con ATA, el fantasma del terrorismo nacionalista.