Nunca agradeceremos lo suficiente a Mariano Rajoy el ejercicio de clarificación que ha puesto en marcha con su empeño de liderar la respuesta política a la inminente declaración de independencia de Cataluña, al convocar a La Moncloa a los líderes de las diferentes formaciones políticas. Lo digo porque allí, en la sala de prensa del palacio presidencial, la izquierda se ha retratado y ha dejado claro que no está por la labor de oponerse con la razón y la fuerza del Estado a las pretensiones nacionalistas.
El más oscuro en esto ha sido, sin duda, Pablo Iglesias, tal vez por esa permanente pose de profesor en formación –de penene, como diríamos los viejos del lugar– al que todavía le faltan muchas lecturas, sin que ello le impida pontificar sobre lo divino y lo humano, con mensajes cortos y pensando siempre en la cámara de televisión. El más claro, por contra, Alberto Garzón, que da siempre la impresión del alumno aventajado que conoce la lógica del mensaje y la reproduce con precisión sin dejarse arrastrar por los añadidos improvisados o las pasiones del momento. Y el más ambiguo, sin rival que lo iguale, Pedro Sánchez, que lo dijo todo comiendo y sin testigos, que dio la impresión de que sí aunque luego fuera que no y todo lo contrario y que hoy dice una cosa y mañana otra más bien opuesta, dejando perplejos a sus interlocutores.
Está bien así porque los medios de comunicación, atentos siempre a todo lo que puede ofrecer titulares, han acabado reflejando el pensamiento de esta izquierda nuestra, española más bien a la fuerza, cuando se mira en el espejo de la independencia de Cataluña. Y, claro, el mérito hay que atribuírselo al presidente del Gobierno, que les ha puesto el escenario, la sala de prensa, la alcachofa del micrófono y el maquillaje. Y no ha añadido a los periodistas porque éstos van allí en cuanto se les convoca, aunque lo que se oye es más bien poco original y debería resultar harto conocido.
Por mi parte, al escuchar a estos egregios representantes de la izquierda renovada, no he podido por menos que recordar una de mis lecturas veraniegas, el libro de Ramón Cotarelo La desnacionalización de España, uno de esos bodrios en los que uno espera encontrar algo interesante o incluso innovador, pero lo que halla de verdad no es sino la repetición tópica de cuanto ha ido oyendo desde su juventud, hace tantas décadas que ya ni me acuerdo. Ahí está el despotrique contra el nacionalismo español, esa excrecencia de la derecha más reaccionaria, ese precipitado del nacionalcatoliciasmo que amalgama el parasitismo de la Iglesia con el franquismo y que aún permanece, pues, según Cotarelo, "puede que haya diferencias entre el nacionalcatolicismo de Franco y el de la segunda restauración borbónica, pero es de cantidad, de matiz, no de naturaleza". Y está también una caracterización de la nación española basada en una tradición de "intolerancia, intransigencia, tridentina"; una nación, señala nuestro autor, "fundada en una mezcla de violencia e incompetencia (…), la violencia de una clase dominante, la Iglesia católica y el ejército", que, según su histriónica visión de España, "ha acabado produciendo hace muchos años un Estado fallido".
Cotarelo lo tiene todo en lo que atañe a lo que podría considerarse como el pensamiento de la izquierda. Aunque a uno le entran ganas de emular a Pío Baroja en aquello del Pensamiento Navarro, más vale que se mencionen las dos cuestiones esenciales. Una es la de la Iglesia y los acuerdos concordatarios de 1979; y la otra es la del derecho de autodeterminación. Ambas han aflorado en estos días, en los que se afila el libreto electoral, de manera que, más allá de los argumentos de política económica que se van descafeinando a medida que se aproxima el 20-D –no vaya a ser que a la gente le dé por votar en función de sus intereses materiales–, se han convertido en el eje vertebrador del discurso. Y la segunda, a la vista de los acontecimientos, amenaza con monopolizar el debate.
En ese debate, las razones que se exponen desde la izquierda –o tal vez las izquierdas, pues sus fuerzas aparecen cada vez más fragmentadas– son las mismas que yo he leído el pasado verano y que Cotarelo acaba sintetizando así en el final de su libro:
Cumplo con mi deber (…) defendiendo una idea de nación de base federal y voluntaria, apuntalada en el reconocimiento del derecho de secesión, aunque para ello será necesaria una idea nueva de nación española, una que aceptemos todos.
Me temo, sin embargo, que, de triunfar esa nación, lo que estaremos aprobando es un Estado fallido de verdad –no sólo uno imaginado–, incapaz de atender las exigencias de bienestar de una sociedad moderna que trata de alinearse con las más avanzadas de Europa. Por ello, a las izquierdas más les valdría renovar sus ideas, bebiendo en el manantial europeo, y abandonar los tópicos cansinos que se vienen repitiendo, como si nada hubiese cambiado, desde hace tantas décadas que casi ya no caben en la memoria de los españoles comunes.